3 may 2020

Poema Urgencias

Urgencias

La pandemia en Ciudad se arrastró
hasta tocar lo más cotidiano.
Nos han encerrado. Madera mojada.
Como si lloviera a cántaros
y no fuéramos capaces de adivinar
cuándo el sol mostrará su hocico
entre la maldad de las nubes.

Las libertades conducidas, en nada.
¡Oh, señor mío! Pongo a sus pies
mis derechos, esta ausencia de rebelión,
a cambio de vagas palabras, una curación.

En los hospitales trabajadores acorazados
con tres milímetros de papel charol
intentan taponar la brecha volcánica,
la muerte borboteando, extasiada en su poder.

En las cabezas de los moradores
de Ciudad estallan consignas sin fin.
¡Son héroes! ¡Héroes! ¡Un aplauso!
Perversa sonrisa de esta satrapía de libertad.

Hacer creer, viejo truco, a la carne de cañón
que son ángeles de la tribu. Muertos,
pulmones mutilados con aliento de ruiseñor,
a fin de que el desastre no desborde el desastre.

Mañana Ciudad no llorará a los que no están.
Serán dejados en las cunetas del ya-no-importas.
¡Los negocios rugen! ¡La vida es lucha! ¡Esforzaos!

Muchos volveremos a las todavía más precisas
cuadrículas, un poco asustados, todavía más pobres,
en arresto, agradecidos, casi seguros de estar a salvo.


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4 abr 2020

Confinamiento

Confinamiento

Huyo de las paredes del estómago que se cierran sobre mí, puño de la monotonía, para ir al supermercado.

Día glacial de abril, cielo de bolsas de plomo, lluvia y viento de alta mar azotan Ciudad, tan vacía que los pocos que habitan las calles son faros lejanos, son, en el horizonte de un cruce, tótems aturdidos caídos de las estrellas.

Sí, casi todos vivos y sanos, olvidados por el azar que gobierna el aliento de la pandemia. Quizás hasta que este arcano dios de la destrucción llame hoy o el año que viene a nuestra puerta. Volver al medievo sin la humildad de antaño. Cangrejos de río que han reculado hasta la oscuridad de las rocas, algo ha agitado con violencia el suave discurrir del río, y que apenas asoman las pértigas para saber cuándo se extinguirá el peligro.

En los hospitales, úteros de cristal para la vida, los sanitarios luchan con mareas de enfermos, que por los pasillos se desbordan. Sanitarios como sorprendidos soldados, con escasa munición, abandonados en su posición entre los estallidos de primera línea sin entender muy bien de qué lado llegan los disparos.

Frente al parque, camino del extraordinario hecho de ir al supermercado, dos policías me observan, ahora que su espectro somos todos los ciudadanos. Tras mi coartada en forma de carro, me siento llevar por la nueva música, trinos de pájaros y el viento, el crujir del mundo, mientras me sobresalta, a pie de parque, la furia puntiaguda con que la retama estira la mano. Delicada luz amarilla, tesón inacabable de la Tierra, la que con soberbia nos creemos capaz de rajar para construir sobre su barriga abierta un matadero de especies. Flor de retama que me avisas, ¿quién se atreve a apagar el fuego de la primavera?

El miedo ha hecho de Ciudad un ser ausente. Mi libertad a cambio de una grieta entre las rocas. Este es el ecosistema. Mis derechos por una paz y una salud que son aleatorias. Si enfermo alguien decidirá tratamiento o morir aislado como un perro con rabia.

Navego entre los canales mal abastecidos del supermercado atento a que ninguna góndola se acerque demasiado. No queda cerveza, sí han devuelto el papel de váter. Veo sin verlo como el sistema de poder se desmorona, adiós estados, como, cuando salgamos, ¡niños al patio!, en estampida, la posguerra sacará la cabeza entre los estantes y el mundo, hay que romper algo, una botella de champán como adagio, el mundo será de nuevo bautizado.

De nuevo la pobreza, no poder proveer. Tanta ha sido la voracidad mezquina de nuestras élites, los que figuran, tanta ha sido la blanda estupidez de los demás, nosotros, vencidos por la pereza. Los sometidos a crédito. Cuando despertemos de este sueño amaneceremos en otro, con otro nombre.

De los amigos de Europa poco se sabe. Europa, que ha muerto más de tres veces. Poco se puede esperar de una Unión de grandes mercaderes. A la hora de la verdad no hay ayuda sin sangre a cambio. La ceguera de un país, el de todos, que olvidó hacer la casa fuerte a cambio de deuda, más deuda para ser un ahogado en aguas calientes.

Vuelvo a casa sometido a las últimas caricias del general invierno. Las calles tienen los mismos nombres, las fachadas idénticas. Asumo de un trago que eso no es cierto, que la modulación de la época ha cambiado. Serán otras las canciones, otras las voces. Por las calles hay perros atados a estatuas, los que fuimos antes de la pandemia. Cualquiera puede caer en cualquier momento y eso, como un desconocido que llama sin ser invitado, hace que el dios del caos, ¿Loki, Cuervo?, mezcle la baraja y dé nuevas cartas. No echaré de menos el mundo antiguo, este capitalismo desvirtuado. Se vació la sanidad pública para que unos pocos hicieran más, más, más dinero con la privada. Sociedades como la nuestra que anteponen el dinero a las personas. A las personas hasta que hacen falta, claro, como los sanitarios, policías, personal de residencias y militares, lanzados a los leones sin escudo ni lanza.

Una vez en casa llamo a mi madre. Miro los mensajes de familia y amigos. ¿Todos bien?, todos bien. Espío, como quien no quiere la cosa, la salud de las damas con las que comparto la vida a diario. Respiro. Un día más que es una victoria en este macabro juego de a quien no le toca, gana. No echaré de menos este mundo que se resquebraja y en silencio se cae a trozos. Un mundo de pocos. Un universo fallido.


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19 mar 2020

Vuelvo a ser peligroso

Ahora que llevo unos días sin trabajar, encerrado para que no me pille por la calle el coronavirus, me doy cuenta de las pasmosas energías que todos invertimos en ganarnos el sustento. No hablo tanto de horas como de energías. Eso de llegar a casa, tras la jornada de trabajo, y darte cuenta de que no tienes alma para más.

Descansado, vuelvo a ser peligroso. He recuperado el escribir según una rutina y no a ratos, que es lo llevo haciendo en los últimos años.

Escribir es plasmar lo que no se ve. Que tus dedos crucen la gasa de lo invisible. Tantear algo que no es evidente. Y con mucha suerte conseguir traer un fragmento de vuelta. Ni que sea para dejar una leve pátina. Lo intuido. Así escribo poesía.

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16 mar 2020

Nadie

Acabo de subir a casa. Son casi las once y media de la noche. He paseado unos cinco minutos. Por primera vez en mi vida no he visto a nadie. Nadie. No ha pasado ningún coche. No he visto humano alguno. Se oía el crujir de las ramas de los árboles, la risa de un niño tras una ventana, el crepitar de las neveras de los bares, el viento golpeando las persianas de los locales, hojas y papeles bailando sobre las aceras. El crujir de mis propios pasos. Nadie. Calles completamente vacías, el cielo nocturno amenazando con más lluvia, una nueva música para la ciudad. Nadie, por primera vez, nadie.

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15 mar 2020

Ayer fui al hospital y vi a Coronavirus

No lo puede eludir. Una familiar muy mayor se había caído en casa y se había abierto la cabeza. Uasaps, llamadas, mensajes. Tuve que ir hacia aquel hospital con muchas prisas, un hospital de tamaño medio de Barcelona, cruzando en coche una ciudad fantasmagórica. Así, cerca de las ocho de la tarde subí la rampa del aparcamiento del hospital y aparqué justo delante de la puerta en el momento en que el crepúsculo expira. Apareció un guardia de seguridad. Caballero, sabía usted que... Le expliqué que nos había llamado una doctora pidiendo que nos la lleváramos en menos de dos horas. Que era muy peligroso que se quedara ingresada a pesar de la caída y la brecha en la cabeza. Riesgo de infección de coronavirus. Los hospitales son zona de riesgo máximo. El vigilante me dijo que dejara el coche ahí, que ningún problema. Era el único coche del aparcamiento. Un aparcamiento de hospital vacío. 

Subí las escaleras hasta la sala de espera de urgencias, un gran espacio acristalado con vistas al aparcamiento, iluminado por luces blancas que se derramaban en el exterior del edificio. Una enorme sala vacía excepto por dos hermanos, una mujer y un hombre de mediana edad que querían, como fuera, llevarse a su padre de ahí una vez le hubieran sacado líquido del pulmón. Luego me contaron que primero querían ingresar a su padre en el Hospital de Terrassa, pero recibieron el aviso de que no, que Terrassa estaba fuera de control. ¿Será cierto?

Hablé con el recepcionista. Al acercarme se ajustó la mascarilla. Me dejaron pasar. Se abrieron las compuertas y entré. Me encontré en un pasillo rodeado de personal sanitario con guantes, gruesas batas higiénicas, gafas protectoras y mascarillas. Gladiadores en los sótanos del Coliseo preparados para ser invocados en la arena. Se acercó una joven doctora. Tomé consciencia de ser el único sin máscara. Error mío. Observé aquella mujer. Estaba nerviosa, hablaba demasiado rápido. Estaba usando sus reservas de energía. Observé las enfermeras y enfermeros. Estaban más asustados que yo. La tensión era muy perceptible. Eran una pequeña patrulla a la espera de algo. Luego me enteré de que casi todos estaban doblando turno porque otros compañeros habían dado positivo en coronavirus. Bajas que el sistema no puede substituir.

Entré en un box a oscuras excepto la cama donde estaba la anciana que iba a llevarme. La inercia de tantos años, me incliné para besarla. La enfermera que nos acompañaba gritó y me aparté. Había que protegerla. Entraron, salieron. Volvieron a entrar y salir. La señora se encontraba bien. Decidieron traerle la cena a pesar de que no tenía hambre. Miré a mi alrededor. Todas las camas del box estaban vacías, las luces apagadas. Y justo cuando la plantaron la safata con la cena se encendió la alarma. El nerviosismo se disparó. Decidieron cambiarla de sitio. A mí me hicieron salir con prisas. Mientras volvía a la sala de espera me fijé mejor en las protecciones del personal. Ni mucho menos tan buenas como los vídeos que he visto de hospitales de Wuhan. Ni mucho menos. Solo una barrera, no como la triple protección que usan en China. Antes de salir la doctora me dio el papel de la alta hospitalaria. Paracetamol de 1gr. No sabía que existía eso. Le pregunté cómo se encontraba. Muy cansada, dijo.

Salí al aparcamiento vacío. Observé la soledad de mi coche y pensé en la suerte de tener uno. Me encendí un cigarro. Miré hacia el cielo, ya oscuro. Me percaté del silencio que rodeaba al hospital, el silencio de estado de guerra de las calles. Me imaginé la situación en otros hospitales. Los medios, el personal, todo lo que había leído y escuchado. En aquel momento tuve la certeza de que la crisi del coronavirus está fuera de control. Absolutamente. Esto nos ha cogido a todos mirando hacia otro lado.

El miedo, la tensión, son como un gas, un olor que se estanca en un lugar y sin ruido todo lo impregna. Apareció un conductor de ambulancia. Habló con el de seguridad. Vienen dos positivos, oí que le decía. 

Retrocedí unos quince metros. Apareció una ambulancia en la rampa. Aparcó. Se bajó un sanitario cuyo rostro estaba protegido como el de un portero de hockey hielo. Una máscara gigante de plástico duro sobre otras máscaras y gafas. Este sí iban bien abrigado. Tras él bajaron dos hombres. Los dos positivos escoltados por una especie de policía del espacio. Me llamó la atención de que tuvieran, más o menos, mi edad. Uno de ellos tosía como no he oído toser a nadie en mi vida. Entraron al hospital por su propio pie, vestidos de calle. Con una mascarilla tapándoles boca y nariz. En aquel momento me parecieron dos condenados peligrosísimos. Unos tipos que te pueden fulminar en un santiamén. Dos hombres como yo. Porque eso es lo que son. Con sus vidas, sus manías y sus esperanzas. Se abrieron las compuertas. El equipo de sanitarios los estaba esperando. Por eso nos habían movido. Por eso habían tantas camas vacías, por lo que les iba a caer encima. El equipo sanitario mal equipado y cansado que iba a intentar amortiguar el impacto. Solo eso. La última línea de defensa, la única línea de defensa para aquellos dos tipos con mala suerte y los que los seguirán. Antes de marcharme, cuando me dejaron entrar para recoger a la familiar, les deseé mucha suerte. La ambulancia que había trasladado a los positivos estaba ahí, con las puertas abiertas para facilitar la ventilación. ¿La iban a desinfectar? Ayudé a subir al coche a la anciana. Antes de marcharme de ahí eché un último vistazo a las valientes y los valientes. A los que, agotados y mal pertrechados, cumplen con su deber a riesgo de sus propias vidas.



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14 mar 2020

Quédense en casa.

Quédense en casa. Estoy fumando un cigarrillo en el patio de mi casa. Rodeado de otras celdas de humanos que ascienden hacia el cielo. Son las seis y algo de la tarde en Barcelona. Hay muchas teles encendidas a la vez, muchas voces de lata. Me pregunto si la nicotina y el coronavirus serán buenos amigos. Los canales de televisión están tomados por los expertos. Los expertos nos dicen lo que debemos hacer. Quédense en casa. Mamá, yo de mayor no quiero ser ni juez, ni policía, ni médico. Quiero ser experto. Quédense en casa. No salgan. Cierren bien las puertas. Las voces de los expertos se cruzan en el aire como moscas que sobrevuelan la carroña. No toquen a nadie, no le den la mano. Sobre todo, no salgan de casa. Los besos son cosas del ayer. Quédense en casa. 

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