Cuarta parte del relato perteneciente al mundo épico de la saga Antigua Vamurta, "Un día y una noche".
Mercader |
En el templo de Sira todo era murmullo de las devotas. De espaldas al altar, formaban un coro arrodillado que lloraba a su diosa, esperando que la luz penetrara en sus vidas.
Buscó entre las cabezas que besaban el suelo hasta encontrar a su dama de compañía. No se sentía mal, no sentía remordimientos siendo impura bajo la bóveda circular del templo, que por las ventanas de su techo derramaba torrentes de claridad.
—Vayamos a la Casa de las Seguras.
—¿Lleváis dinero, mi señora?
—No te preocupes. Quiero una máscara azul, de esas puntiagudas, que me esconda esta noche. ¡Y una sortija o un collar! Si encuentro algo digno.
La dama de Ermesenda se iba quejando de lo caro que sería todo aquello, mientras sus pasos las llevaban a la mejor joyería de la capital. La joven noble sentía amor por las piedras, más que hacia aquellos dioses que jamás la habían beneficiado en nada. Todo lo que había conseguido se debía a sus propios méritos y rezando apenas había arrancado del cielo un poco de consuelo en sus momentos de desesperación.
Ermesenda andaba altiva entre los plebeyos que, al verla, dejaban paso libre. El cuerpo de pájaro de humedales, el cuello recto y largo de un ciervo, la mirada centellante que podía llegar a cortar como una hoja de acero. Aquel era su día, un universo atento a sus deseos se parapetaba tras los muros de las tiendas, en los balcones, en los ojos de esas mujeres que jamás podrían ser como ella y que la vigilaban y estudiaban con cierto disimulo.
Ermesenda andaba altiva entre los plebeyos que, al verla, dejaban paso libre. El cuerpo de pájaro de humedales, el cuello recto y largo de un ciervo, la mirada centellante que podía llegar a cortar como una hoja de acero. Aquel era su día, un universo atento a sus deseos se parapetaba tras los muros de las tiendas, en los balcones, en los ojos de esas mujeres que jamás podrían ser como ella y que la vigilaban y estudiaban con cierto disimulo.
Dejaron atrás el Gran Teatro y la Jabise, la arena elíptica donde los jóvenes competían en velocidad y resistencia. El estómago de Ermesenda empezaba a rugir, pero eso poco la inquietaba. Tomaron una naranjada con gotitas de limón en uno de los tenderetes del mercado del Hierro, en el que, por aquella época, era frecuente encontrar hombres rojos y grises de las colonias adquiriendo herramientas y armas, discutiendo acaloradamente los precios.
Llegaron a la Casa de las Seguras, detrás del gran templo de Onar. Un porche medio cerrado con cortinas blancas otorgaba una cierta discreción a los que entraban y salían, ya fuera para comprar como para empeñar joyas y objetos de valor. Se adentraron en la antesala, donde un criado les ofreció, sobre una cerámica rosácea, tiras de carne con salsa de jengibre. Cerraron la puerta de la casa y el sol desapareció a sus espaldas. El sirviente las acompañó hasta La Era, el epicentro de aquella casa, en el que se exponían las piezas en una sala de paredes altas organizada en fabulosas mesas sobre las que se podían contemplar anillos engarzados con magníficas tallas, brazaletes de oro, collares de diamantes negros y blancos, máscaras para las fiestas, pañuelos bordados en plata, dagas trabajadas en oro, en plata, y juegos de cofres de varios tamaños.
Clientes silenciosos recorrían las mesas, otros nobles como ella, acariciando las joyas. Ermesenda empezó su búsqueda con desparpajo, preguntando a los discretos vendedores el precio de aquella cadena o ese otro abalorio. Halló un gran collar de aguamarinas. Las piedras no eran gran cosa, pero el abanico que formaban, montadas en plata, le pareció excelso, le traía algún recuerdo lejano sin saber muy bien cuál.
—¡Eh! ¡Oiga! ¿Qué piden por éste? —preguntó en voz alta, quebrando el casi ambiente monacal de la Casa.
—Señora —Se acercó una vendedora pintarrajeada como un pavo—. Este collar fue fundido y trabajado en las Sierras de Dotrunas, hará más de doscientas primaveras. Es una pieza única, sin duda, hecha por…
—¿Cuánto? —preguntó, sin atender ninguna cortesía.
—Unas treinta piezas.
La risa de Ermesenda resonó bajo la bóveda como el repentino romper de una catarata. Todos los presentes se giraron, algo sobresaltados.
—¿Treinta de plata? Pero si aquí no hay más que cinco o seis piezas fundidas, ¡ja! ¿Por quién me tomáis? ¿Por alguien que acaba de desembarcar? ¿Por una montañesa?
La dama de compañía se había puesto roja y no sabía dónde mirar. Todos escuchaban.
—Olvidáis, señora, las piedras —repuso la vendedora, sabedora que debía mantener, como fuera, la compostura.
—Sí, son aguamarinas —replicó Ermesenda, levantando el collar en lo alto, haciéndolo brillar bajo las luces de aceite de la tienda—. Doy quince piezas por ellas y por ese antifaz de seda azul que tenéis a la derecha.
Finalmente pagó dieciocho. Un hombre, en la penumbra de los arcos laterales, la observaba con enorme seriedad. “¿Quién sería?” Se preguntó, impregnada de curiosidad.
Me gustó mucho...
ResponderEliminarMe dejó pensando...
Besos!
Hola,
ResponderEliminarGracias por el comentario. Aquí se alcanza la mitad de la historia. Aún queda un poco más, ya verás que hay alguna sorpresa.
Besos, Igor.
Uyyyy sorpresas, eso me gusta, que me sorprendan. Suerte.
ResponderEliminarHola Basurero,
ResponderEliminarEl relato sigue la lógica de Otra vuelta de tuerca. Espero que te guste.
Me acabo de mirar tu blog. Vaya con la primera entrada que te encuentras, ja,ja.
Un saludo,
Igor.
Algún galán oportunista.
ResponderEliminarO un ladrón, ¿quién sabe? Sólo tú :)
Un beso:)
Buena intuición, Zeta. Gracias por pasarte.
ResponderEliminarLa historia se va cerrando hacia un cruce de caminos.
Un beso,
Igor.
Uno se queda con ganas de más...y eso es de las mejores cosas que pueden decirse de un escrito...enhorabuena :)
ResponderEliminarHola Explorador.
ResponderEliminarGracias por pasarte. Siempre eres bienvenido. pues habrá más, por eso no hay problema.
Un saludo,
Igor.
Menudo susto me ha dado Ermesenda cuando se ha soltado a reír. Todo transcurría tan en silencio que, de repente. A ver cómo sigue.
ResponderEliminarVeo que llenas estas paredes de tu casa de palabras que son historias. Es un placer, entrar y leer. Me traigo mi sillita.
Hola dafd,
ResponderEliminarErmesenda ya apunta maneras, a pesar de su juventud. Bueno, el relato no es bien bien fantasía épica. La idea era desarrollar más a fondo una de las protagonistas de Vamurta. Buscar sus razones.
Si tuviera café para la silla, sería perfecto.
Gracias por pasarte.