Relato Breve El Secreto
Échale un vistazo a una pirámide de edad. A partir de los ochenta y tantos solo quedan mujeres. No tienen horario. Te las puedes encontrar en grupos de tres a siete horadando calles sin interés, cruzando parques deshabitados. Ellas van cogidas del brazo, a sus anchas desafiando el viento hiriente de enero o los rigores de agosto. La cuestión es salir de paseo, ¡qué digo! El tema es campear, y pobre de tú si no te apartas, pues en la manada las ancianas encuentran su fuerza.
Yo las espero. No puede ser que al final todo sea esto. A veces las sigo un rato o me aproximo sin levantar sospechas, como un espía del KGB en paro, para saber qué cuchichean. Porque ellas guardan algo. Sí, hace tiempo que lo sé. Al fin no solo hay campos sembrados, hay algo más. Sino, para qué trabajar, levantarse por las mañanas, hacer el café, lavar platos, sonreír en el autobús, planchar cuidadosamente el mantel tras la cena, cuando ya no sabes bien ni qué querías hacer hace unos años. Ellas son las guardianas de El Secreto. Incluso, a veces, siento la tentación de acorralar a una que ande separada del grupo y gritarle: «¡Cuéntame el secreto, cuéntamelo!». Pero sé que de nada servirá. Se reirá como para dentro y aspirará el viento sin decir ni una palabra, mirándome con ojillos de puercoespín. Así, me canso de seguirlas tantas veces, doy la vuelta a la manzana y vuelvo a subir a casa con esa vaga sensación de aturdimiento, sin el secreto que ellas guardan celosamente.

El secreto