24 mar 2010

Moon, Nueva Ciencia-Ficción.

Sam Rockwell ciencia ficcion
Si fuera posible volver a crear mi gato Rommel, un british precioso color humo, e insertar algunos instintos y habilidades gatunas en su red neural, qué tendríamos. ¿Un ser vivo o una máquina?

Moon (Ducan Jones) es uno de los acontecimientos del año, para los amantes de la ciencia ficción, y no me enteré hasta ayer. Responde a los viejos reflejos del género: contar, imaginar, preguntar, plantear el día de mañana desde una muy inteligente mirada actual.
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No voy a desvelar mucho del argumento, pues este es uno de sus puntos fuertes, aunque diré que hay que acercarse a esta obra “duchado y afeitado”, pues su ritmo es “andante ma non troppo”, cuando se acelera. Coherente con la epopeya de un moderno minero colgado durante tres años en el lado oscuro de la luna que vive ¡solo!, y se pregunta sobre…

Si la siguiente pregunta es ¿vale la pena? ¿Es un tostón de película? Mi respuesta (ojo, mi mujer bostezó un poco, y esto constituye una advertencia) es sí vale la pena, pero Moon no tiene la alegría narrativa de La Guerra de las Galaxias. Moon es otra cosa y es también gran cine de ciencia ficción.

Hasta cierto punto es una historia áspera, pero mucho menos de lo que creí. Basta relajarse y dejarse llevar. Si esto se logra las recompensas son muchas, como en “Paris-Texas”, que anda pero no corre.



Que un único actor sostenga (¡y de qué manera!) las vigas del escenario y que logre secuestrar completamente la atención de uno, significa que ha nacido un monstruo. Ya lleva un tiempo por ahí y se llama Sam Rockwell.
Que Duncan Jones (lo tengo que decir, hijo de David Bowie), el director, sea capaz de facturar esta joya hipnótica, fascinante e inquietante al mismo tiempo, en su ópera prima, me hace pensar que hay esperanza más allá del débil estrellato de directores de hoy. Hay que rascar bajo las piedras, a veces.

Duncan Jones marca diferencias generacionales, con maestría. Aquí, la tecnología, lejos de los miedos de Kubrick, no es necesariamente enemiga.
Cuando apagué el DVD me sentía perturbado. Millones de preguntas cruzaban la oscuridad del comedor. Miré a Rommel de otra manera. Decir que esta noche sufrí insomnio, malsoñando con ovejas eléctricas..

PD: el otro día vi "Pandorum". No está mal sin estar bien. Buena ambientación y final original.

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17 mar 2010

Demokratíe a Mediodía

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¿Herodoto?
Algunas mañanas, si me siento fuerte, salgo al balcón para ver el amplio cielo, el mar, una franja imantada en el horizonte, y los tejados irregulares de la ciudad. Por encima de mi cabeza pasan las gaviotas voraces que chillan, pero yo les contesto, a voz de cuello:

    “¿Existe la isonomía en este barrio?”
    “¿Existe en la vieja Euopa?”
Ellas se ríen de mí y se van a otra parte, hambrientas de más risotadas. Entonces me dedico a labores emocionantes: hago bocadillos, preparo mucho café, barro y plancho el uniforme para mi hija.

Cuando vuelvo a estar solo, aparece Herodoto en el pasillo, cejudo y barbudo. Me mira con fiereza, me zarandea y me pregunta:
    “¿Qué es isonomía? ¿Lo recuerdas? Significa «igualdad ante la ley» de todos los ciudadanos”.

Como callo, pensativo, él se esfuma, pero antes me susurra:
    “el gobierno del pueblo, tiene el nombre más hermoso de todos, isonomía o demokratíe”.

Y es que los griegos no se tomaban el respeto a la ley a la ligera. El concepto de la ley no era oneroso ni asqueroso, era positivo, motivo de orgullo. Era algo que los hacía cómplices.
El gran poeta Simonídes, dejó un epitafio de los 300 espartanos capitaneados por Leónidas, que murieron en las Termópilas.

        “Viajero, cuenta en Lacedmonia
        que aquí yacemos, obedeciendo sus órdenes”

A mediodía tomo café en el comedor, con Tucídides.
Me cuenta que las polis están cada vez más empobrecidas y que los persas, tras fracasar por la vía militar, se acabaron imponiendo, pues durante las Guerras del Peloponeso todas las ciudades griegas se endeudaron con ellos, convirtiéndolos en árbrito. Deuda Pública. ¿Le suena a alguien? ¿China?
Se ríe de mi cara de pasmarote.
Luego, como si nada, me pregunta si existe «igualdad ante la ley» en mi país.
“Va por niveles”, le contesto. “No es lo mismo el pobre que el rico, el poderoso o el anónimo”.
Entonces, dice, realmente no existe la isonomía. “Es lo mínimo”, afirma, “sin ella no hay democracia”.
Mi camisa queda manchada de café.
Tras despedirnos, prometo no invitar a nadie durante unos días. Estoy nervioso y doy vueltas sin saber qué hacer.
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Llaman por teléfono. Es Séneca, doy una excusa mala para no acudir a la cita. No me apetece tomar cervezas. Pongo la tele y quedo contento. Hoy dan el Dickta-Barça.

Ya es de noche. Salgo al balcón, relajado, anestesiado y vaciado de todo tras tanto fútbol.
Pero ahora es la ciudad la que gime, silenciosa. Suenan palabras en la brisa de la noche, ecos que se pierden y vuelven.

   “¡Viajero! ¡Isomonía! Cuenta en Lacedemonia que….”

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Epístolas

Unas ciertas horas de soledad al día, permiten algo impensable.
Surge una voz que antes se movía bajo tierra, ideas fugaces que un ritmo de vida frenético aplastan, diluyéndolas. Descubro que Existe otro, callado, y Otro es posible.

No sé cuántas epístolas escribiré, ni importa. Como dijo mi amigo Míguel una vez, las cosas hay que lanzarlas. Y luego ya se verá, añado yo.
¿Por qué epístolas? Porque la palabra es bella. Aunque admito que «divagaciones» también encajaría, o simplemente "cajón de desastres". Y la palabra epístola contiene un punto de mágica, un matiz de algo olvidado y mítico.

Intentaré no hablar mucho conmigo, ya que corro el riesgo de acabar como algún personaje de “El Enigma de la Cacatúa”, navegando entre nebulosas, o aún peor, podría confundir la sede de algún banco con un molino.

Antes o después del mediodía, subo la primera. Y no os preocupéis, estoy bien.

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12 mar 2010

Artista mexicano ilustra Vamurta

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Novelas de fantasía heroica

Dibujos de fantasía para la saga de Antigua Vamurta realizados por un joven artista mexicano, Gin. Hay que agradecer al Pentágono y a la locura de la Guerra Fría un invento como Internet, que fue desarrollado por universidades norteamericanas. Sin “eso”, Gin Hindew y yo, el primero desde Hidalgo, México, el segundo desde la Gris Eixample, Barcelona, no estaríamos intercambiando nada. Ni sabríamos el uno del otro. Nada de libros y dibujos de literatura fantástica a lado y lado del mar.
Y es que las amenazas espolean la ciencia, la tecnología y el ingenio.
He conocido virtualmente a Gin (o Edwin) por Internet y así seguimos, charlando amistosamente, encerrados en nuestras pequeñas peceras insignificantes. Me llamó la atención el arranque de una novela muy distinta a todo, “El Demonio y la Nimfa”, extraña y sugerente. Ahora está con otros proyectos a la vez. Y una crítica muy coherente que hizo de Antigua Vamurta. Colaborar y compartir. Aprender.
Yo opino-analizo, con mis limitaciones, sobre su “work in progress”, aunque no sé si me hará mucho caso. Y él ha hecho unas magníficas ilustraciones de Antigua Vamurta.


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El motivo del post es hablar de Edwin y mostrar sus dibujos, que a mí me han encantado. Comparado con los míos, me queda la sensación de haber echado anclas en los tiempos de las Koré y los Kuroi, hieráticos, y Gin parece andar ya en el barroco helenístico, pues las imágenes que crea tienen un dinamismo, una sensación de movimiento realmente sorprendentes.

Ese esfuerzo que transmiten los rinocerontes de tiro, la marcialidad de los murrianos, el toque “fantasy” de ese arquero, la carrera… Y es que la mirada de otro, anima. Los guerreros grises los concebía como una mezcla de hoplitas y normandos, ver que Gin tiene otra visión me resulta estimulante.

Sobre “El Demonio y la Nimfa”. Intuyo que sus reflejos son clásicos, pero en realidad es una obra rotundamente moderna. Por el tratamiento del lenguaje, por esos personajes que basculan entre varios niveles de realidad, por ser capaz de crear otra lógica distinta al mundo material que conocemos.


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Os dejo el link de su blog: De la Tierra al Cielo.

Y si queréis crear marcos para imágenes digitales, dejo el link de esta “utilidad”: http://myframe.us/


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9 mar 2010

Vieja Ciencia-ficción. Enemigo Mío.


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Dos extraños amigos.
No es la mejor película de ciencia-ficción de la historia, ni mucho menos. Pero tengo un buen recuerdo de este relato con tintes épicos y de esa tarde de sábado fría, y de ese cine que ya no existe, cerrado en alguna de las anteriores crisis, en el que me sentí tan protegido viendo Enemigo Mío. Puede parecer ridícula a veces, pero vista en conjunto es un film que logra hacerte sonreír. Es entrañable.

Cuenta con unos efectos especiales que hoy podrían montarse en casa, a veces el Drac puede irritar al respetable con sus gorgoteos y además su protagonista es Dennis Quaid (lo lamento). Decir que de algún modo es una fuente de inspiración de Antigua Vamurta, sobre todo en el aspecto físico de una de sus razas, los vesclanos.

Enemigo mío (1985) no deja de ser entrañable, bonita, a ratos inocentona. Narra la historia de dos náufragos estelares, cuyos mundos están enfrentados, obligados a convivir y subsistir en un planeta hostil. Y este es uno de los puntos fuertes de la película, la ambientación del planeta, sus criaturas, su oscuridad, etc. Y aquí se puede trazar un claro paralelismo con Robinson Crusoe, que como estos dos, se perdieron y encontraro su verdadero yo en una isla-planeta aislado del mundanal ruido.

Combina bien los momentos de acción, con la lenta supervivencia en tierras salvajes , con cierto fondo y una banda sonora que no está nada mal. ¿Funciona? Sí, pero anda a saltos, con momentos realmente excelentes y otros realmente flojos. Propongo una revisión, creo que la merece.



Colgados, muertos para el gran mundo, estos dos seres se verán obligados a cooperar, primero, para llegar a ser auténticos compañeros, hasta las últimas consecuencias. Una vez el humano pregunta al monstruo, “¿Por qué me has salvado la vida?”, “Tal vez necesite ver otra cara”, contesta el drac.

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6 mar 2010

Un Día y una Noche (Fin)

 Relatos Fantásticos de Vamurta

Séptima y última parte del relato perteneciente al mundo épico de Antigua Vamurta, "Un día y una noche", la historia de Ermesenda.

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«Cuando corrió hacia la salida del teatro, pensó que ni tan siquiera había sellado su despedida con un beso. Un beso que empezaba a maldecir y añorar. Corría y corría. Al alcanzar la salida, hizo una señal a sus guardias y doncella, y sin mediar palabra volvieron hacia el palacio de sus padres. Ermesenda, horrorizada, intentaba contener las lágrimas, mientras apretaba con más fuerza las manos pequeñas de su dama de compañía, que la sujetaba, mirándola de reojo, angustiada por el estado descompuesto de su señora.

Cuando, por fin, alcanzó la seguridad cotidiana de su gran habitación, se encerró, pasando la balda. ¿Qué había hecho? ¿Qué tipo de locura la había arrastrado, sin salvación, hacia aquel hombre que la había poseído como un toro, llevándola hasta la cima, hasta creer poder tocar las estrellas? Lloraba pensando en Jacobo, en su vil traición. Traidora, era eso, esa palabra infame la definía como nunca ninguna otra. Se hubiera destripado si hubiese podido, pensó en lanzarse por el balcón, ese fondo negro agujereado por los destellos de la luna que iba retirándose. Se levantó de la cama, desesperada, sin control sobre sus actos.

Llamaron a la puerta. Ermesenda se quedó paralizada. ¿Ya venían a buscarla para un escarnio público? No quería ver a nadie, no quería abrir.
—Soy tu madre –oyó—. Ábreme, abre y abrázame.
Ermesenda corrió hacia la puerta como una niña, levantó la balda y se lanzó a los comprensivos brazos de quien la trajo al mundo. “Niña, ¡qué te ha pasado!”. Ermesenda lloraba con fuerza.
La tuvo en su regazo buena parte de la noche, consolándola y vigilándola.
—Madre –dijo—. Quiero volver al Castillo de Sinta, quiero volver a pasear por los campos…
—¿Tan mal ha ido?

Bien entrada la mañana, tuvo un horrible despertar. Su cabeza la condenaba a constantes punzadas y su alma se había desangrado. Salió al balcón, que la noche anterior podría haber sido su última puerta. En la Avenida, el bullicio era el de un día cualquiera, vital y escandaloso, como si una jauría de perros estuvieran ahí debajo disputándose una carnaza. El sol de verano la apabulló, hasta obligarla a volver a dentro. Un sirviente pidió permiso para entrar y le comunicó que su padre la esperaba en el comedor. “Ahora sí que estoy perdida”, pensó.

Se vistió y bajó por la escalinata del atrio del Palacio, que con el sol alto aparecía bañado de luz, haciendo más brillante el majestuoso limonero que ascendía hasta el segundo piso. Llegó al comedor. Su padre, con expresión preocupada, aguardaba, inmóvil en el sillón de señor de la casa.
—Siéntate, siéntate –dijo con voz suave—. No sé qué pasó ayer y poco me preocupa desde que llegó esta carta.
Ermesenda tomó el sobre que le ofrecía, un sobre de papiro suave, observando que el sello de cera había sido partido y la misiva leída. Aquello era una invitación para una recepción privada que se celebraría en la Ciudadela, con presencia del Conde y su esposa, junto con su primogénito. Ahora sabía quién era el joven de la máscara de oro.

—¿Sabes qué significa esto? ¿Entiendes cuáles son las consecuencias si aceptas la invitación? –preguntó su padre, mesándose la barba encanecida—. ¿Y las consecuencias si no aceptas ir?
Ermesenda entendía perfectamente todo el significado de aquella invitación. El heredero la pretendía.

De repente se vio encumbrada en puesto más alto del mundo que conocía, se vio en la cumbre. ¿Y Jacobo? Tuvo un momento de duda, pero si no accedía, su familia y ella misma quedarían defenestrados de por vida, y seguro que, tarde o temprano, se conocería lo que pasó durante el baile de máscaras. “O quizás no”, pensó también. Si aceptaba, pasaría a estar más allá del bien y del mal, todopoderosa para decidir, ensalzar o tachar. Cubierta de oro, piedras y fabulosos vestidos de seda, y nadie jamás podría acusarla de nada con el ejército condal a sus pies.
Respiró profundamente. Su padre, al mirar aquellos ojos rasgados y decididos, supo que su hija había tomado partido.»

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3 mar 2010

Un día y una noche, relato (VII)

Séptima parte del relato perteneciente al mundo épico de Antigua Vamurta, "Un día y una noche".

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Saludos a todos,
Penúltima entrega de este relato épico, de corte histórico, más que de literatura fantástica. El viernes o el sábado subo el final. Quería subir algo de cine o de literatura japonesa, pero para no hacerme un lío, y evitaros un entuerto, lo remato y libero el relato. Subo una ilustración que hice en su día, con dudas, pero al menos sirve para eso, para ofrecer una imagen de la historia de Ermesenda.




Volvía a estar sola en medio de aquella jarana monumental. Decidió buscar a Lestra y Carolina, sorteando las parejas que bailaban, algunas que empezaban a derrumbarse, otros que caían sobre cualquiera que les pasara por el lado, apartando máscaras negras, otras esmaltadas, otras que parecían amenazarla. Era el clímax, y en el clímax se perdió. El baile se desparramaba por los salones y cámaras anexas, donde se reunían pequeños comités de risotadas escandalosas. Nos las veía por ningún lado, y entonces decidió adentrarse por el sinfín de pasillos y habitaciones colmadas de efervescencia del teatro. Dos hombres corrían desnudos, con peluca y máscaras de cisne, persiguiéndose entre los gritos y chanzas de otras caretas que se movían por los claroscuros de las decenas de aposentos. Al pasar por delante de una de las habitaciones más recónditas, vio un corrillo que observaba en silencio el espectáculo que ofrecía un grupo de hombres y mujeres, enredados en el suelo, que no pudo distinguir.
Empezaba a sentirse realmente nerviosa, un poco insegura en aquella fiesta que no transcurría como ella hubiera querido. Había soñado bailar con la cabeza alta, ancladas sus manos sobre la espalda de Jacobo, acompasados por una música alegre y sostenida, mirarse sin poder besarse aún, sonreír a un porvenir que se vislumbraba sosegado y tierno.
Pensó en su madre, en la seguridad de su hogar. Algo la retenía ahí, una curiosidad no satisfecha, un querer apurar la copa antes de devolverla a su lugar.

De un estancia cerrada le llegaron jadeos entrecortados, zumbantes. No pudo evitar acercarse a esa pequeña alcoba. Pudiera ser Lestra u otra conocida. Miró a través de la rendija de esa puerta para ver a dos sombras contorsionarse encima de una cómoda.
—¿Debe una dama espiar a otros amantes?
Se sintió como una niña, avergonzada. Al mirar quién le reprochaba su falta de discreción, se encontró con aquel pelo negro, que olía a mar y a madera. Su rostro cubierto se acercó al suyo, hasta que ella tuvo que poner una mano para mantener la distancia.
—¿Me seguís? ¿Somos conocidos?
—No os sigo ni os conozco. Este es mi primer viaje a la capital, señora.
— ¿Entonces?
—Entonces nada. Os he visto, y eso ha sido suficiente para que todo mi cuerpo se retorciera, para perder mis suspiros entre estos salones, hasta que os he encontrado.
—Bromeáis, sé que bromeáis.

Ermesenda no entendía muy bien lo que le sucedía y, por una vez, se dio cuenta que no controlaba la situación. Aquello la desbordaba, iba muy deprisa. Su instinto contra su razón, que la llevaba hasta Jacobo, hasta sus padres y sobre todo le recordaba su condición de noble. Ella era noble y aquel hombre que provocaba que su transpiración mojara los pliegues de su vestido azul, era un simple mercader adinerado. La saliva se evaporaba de su boca.
—¿Realmente creéis que bromeo?
Se acercó hasta rozarla, hasta dejar su enorme mano en la curva de su espalda, sujetándola con suavidad. Notaba su respiración sobre su pelo. Ermesenda cerró los ojos, estaba perdida, se dejaba llevar.
Noto que la cogía y la arrastraba hacia algún lugar, sin que ella fuera capaz de oponerse a aquella rudeza. Su cuerpo, presto, ganaba la partida a sus anhelos de gran dama, y supo en ese momento que en algún rincón de su alma otra mujer habitaba, una que no se había presentado.

No sabía dónde se hallaba, excepto que todo era noche calurosa cortada a cuchillo por una rendija de luz de luna. Creía que sus pies no tocaban el suelo al sentir como aquél le bajaba el vestido de un tirón. Chocaron, resbalaron el uno encima del otro, perdía el sentido de estar, de ser, gritaba y vibraba, contraída y aún resistente, hasta que su cuerpo se desató, abandonada en aquella oscuridad, estallando.

Respiraron, recuperaron sus fuerzas sin decirse nada. Se habían arrancado los antifaces, que yacían en el suelo, pisoteados. Se intuían, volvían a tocarse. La tomó por segunda y última vez en un frenesí sin pausas. Cuando terminaron, y la razón de Ermesenda volvió a llamarla con fuerza, despertó, y un espanto recorrió su cuerpo. Debía de huir de allí sin ser vista, sin testigos. Aquello podía ser su final. Se vistió, recogió su cabello enredado, entre las súplicas y gimoteos de aquel hombre sorprendido por la súbita furia de su joven amante, pues no quería perderla, levantando los brazos desde el suelo donde yacía tendido, sin entender la marcha precipitada de Ermesenda.

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