Así murió el poeta y
soldado Garcilaso de la Vega. Eran los tiempos en que el honor valía más que
una mansión. Estaba de campaña militar por la campiña francesa, asediando no sé
recuerda ya que castillo que se resistía al invasor. Al Rey le llegaron rumores
que al oficial Garcilaso de la Vega le faltaban agallas. Y ese rumor (¡oh, los
rumores de ida y vuelta!) le llegó a su vez al poeta. Una afrenta en toda
regla. Ah, eso no podía tolerarse. Yo habría dicho, que se jodan todos y
me habría ido a tomar unas cañas de cerveza. Pero Garcilaso de la Vega no. En
el siguiente asalto a ese castillo que nadie recuerda en esa campaña que a
nadie le importa, se posicionó en primera fila y salió a pecho descubierto. Y
eso a pesar de ser maestre de campo. Atacó a tumba abierta que se dice. La bala
de un cañón, seguramente un falconete, atravesó su pecho de lado a lado.
Garcilaso debió quedarse como aquel vizconde demediado que imaginó Italo
Calvino. Y al pie de una muralla anónima cayeron sus preciosos versos como
pétalos de sangre esparcidos por el viento. Es casi agosto, no me concentro
en el trabajo y recuerdo a Garcilaso.
