Sonrío este julio porque Al Gore está callado. No sé qué tiempo hace en vuestras ciudades pero en Barcelona, la ciudad de la que apenas salgo, llueve de vez en cuando y ya no me muero de calor. Por las mañanas el cielo está enrabietado y a media tarde, tras los intentos del brioso sol por abrirse paso entre las nubes, vuelve a soplar la brisa de Dios, esa que barre el calor como si el bochorno fuera un invento del diablo y no un descuido del divino (y no hablo de Don Francisco de Aldana).
La situación en el Reino Unido a principios de septiembre de 1940 era desesperada. La batalla de Inglaterra está a punto de ser perdida. En la tarde del día 7, una flota aérea de alrededor del millar de aparatos de la Luftflotte 2, más de 300 bombarderos escoltados por 648 cazas, se dirigía a Londres. Un partir triunfal observado por Goering desde los acantilados de Cap Blanc Nez, Francia.
El empeoramiento del tiempo proporcionó un respiro a la defensa de Londres. Bombardear Berlín a la desesperada por orden de Churchill, también. Hitler se lo tomó mal e insistió en bombardear la capital británica en lugar de seguir machando los aeródromos, lo que hubiera sido el fin de la Batalla de Inglaterra. Las pastillas de cafeína para mantener a los pilotos en el aire durante días, fueron otra ayuda.
