16 oct 2009

Relato Épico y Fantástico. Vamurta. Capítulo I. IV

Relato Épico Antigua Vamurta. Disponible en descarga en los principales distribuidores de internet.

     Capítulo 1     
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(4º fragmento)

Caía la noche sobre el valle. Ya no se oía el aletear de los buitres. Pronto aparecerían las alimañas para cobrar su recompensa. Nada podía hacerse por los muertos. Todo había sucedido tan rápido... Recordaba las últimas batallas como una sola. Las tropas grises formadas en líneas, los intentos de carga, los rápidos repliegues del enemigo a la vez que las falanges eran sometidas a una lluvia de fuego, dardos y lanzas desde los flancos hasta convertirlas en masas esponjosas sobre las que caían los jinetes de Alak, lanzados desde atrás, montados en sus temibles ciervos de combate. Aquellos odiosos murrianos de montaña, sus largas lanzas como agujas. Luego llegaba el resto, aguijoneándolos, rompiéndolos...

La garganta volvía a quemarle. Era incapaz de tragar un poco de saliva. No podía concentrarse en nada, la sequedad lo absorbía todo. Decidió arrastrarse hasta la llanura en la que había sido herido. Rebuscó entre los cadáveres, ya con signos de rigidez, tembloroso, hasta que encontró otro odre. Lo sacudió y escuchó el sonido del líquido. Lo abrió con mucho cuidado, bebió poco a poco, gota a gota, sentado en medio de ese campo de muerte. Pudo mover la lengua, la arrastró por el paladar, después entre los dientes. Se sintió un poco más vivo. Debió de perder el conocimiento, quizá por un golpe en la cabeza. El casco, seguramente, le salvó la vida. No conseguía recordar, había negro en la memoria. Miró a su alrededor. Cerró los ojos respirando profundamente. Cuatro lágrimas colgaban de sus párpados. No quiso frenarlas como era el deber de un hombre, de un noble. Se hacía tarde. Cogió una lanza corta del suelo. Haciéndola servir de bastón se desplazó hasta otro pequeño promontorio que se erguía más al este. Las últimas luces desaparecían por las altas montañas de la boca del valle, la brisa fresca acariciaba su rostro encostrado de barro, sudor y sangre seca. Una vez arriba, se ocultó de los ojos del mundo tras los troncos de unos algarrobos.

La noche, como una gran bóveda destellante, era rasgada por el fuego murriano. Las gigantescas bombardas escupían su carga sobre los viejos muros de Vamurta causando enormes estragos. Descargadas de los rinocerontes, habían sido montadas sobre gruesas bases de maderas. Atadas con cuerdas del ancho de un olmo joven, el retroceso de las armas era así frenado, aunque la cadencia de fuego era baja. Contó, por los fogonazos, hasta diecisiete serpientes de bronce que abrían brecha en los muros y en los corazones de los hombres grises. El retronar, las largas lenguas de fuego de esas armas, causaban tanto daño como sus proyectiles. Las puertas de la Torre de Oriente, a pesar de su refuerzo de planchas de hierro, ya ardían.
Desde su improvisada atalaya seguía una vez y otra los trazados y las frecuencias de las patrullas de murrianos que controlaban los accesos a su ciudad. Entendió que la única alternativa para alcanzar los muros de Vamurta era infiltrarse hasta llegar al paraje del Molino Toscado, arrastrarse entre las altas espigas de cebada, dejar pasar una de las patrullas y, cuando esta desapareciera, lanzarse a la carrera hasta el pie de los muros. Era un plan sencillo. Todo dependía de la rapidez y del sigilo con que actuara. Se deshizo de la coraza, de las anchas grebas, dejó caer el pesado cinturón de cuero, se despojó de la cota de malla. Cubierto con un jubón sencillo y calzas negras, descendió del montículo. A medida que avanzaba hacia las posiciones de los enemigos, una incómoda sensación de pánico lo atenazaba más y más. Cualquier ruido lo alertaba, el leve aletear de las aves entre las zarzas lo turbaba, se agachaba por nada, mirando a los lados. Bien sabía que si era capturado su fin era seguro. Ya no pensaba en la suerte de los suyos. Solo pensaba en salvarse. Esclavo, sería un esclavo para el resto de sus días.
Llegó hasta los olivos que precedían a las primeras espigas de los campos. El rugir de las bombardas le proporcionaba la suficiente cobertura para avanzar más rápido en la oscuridad. Corrió hasta el olivo más cercano, se paró jadeante. Estaba demasiado asustado, tenía que dominarse. Respiraba muy deprisa. Corrió hasta esconderse tras otro árbol. Un poco más adelante empezaba el sembrado de cereales, abandonado precipitadamente, sin segar aún, donde podría moverse sin ser visto. Era mejor no pensar, recorrer aquel trecho, jugársela, y una vez allí, descansar. Así lo hizo, a paso rápido, corriendo a intervalos, sin vigilar, concentrando su mirada en las manchas puntiagudas de las espigas que se mecían con suavidad, levantando un leve rumor que se apagaba cuando la brisa dejaba de soplar. El último tramo lo cubrió en una carrera desgarbada, los brazos torcidos pegados a su cuerpo. Se dejó caer en el campo como un muñeco, se adentró un poco entre la cebada y cerró los ojos. Únicamente le faltaba cubrir un terreno de suelo baldío hasta los muros. Oyó retumbar el suelo, eran pasos, muchos. Una columna de murrianos se acercaba como un torbellino.
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1 comentario:

  1. Creo que me estoy fatigando de tanta tensión con la huída jejejeje.

    Sigo leyendo...

    http://tamaravillanueva.blogspot.com/

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