PRIMERA PARTE de la novela de fantasía Antigua Vamurta. Vamurta es un libro de fantasía que os podéis descargar en internet."UN MUNDO ENCERRADO"
Capítulo 1
"LAS PUERTAS DE LA CIUDAD"
Desde donde se hallaba, se podían escuchar susurros que se perdían. Llegaban luces oscilantes, las blancas luces del sol. Hacía calor y sudaba. El dolor de la herida había crecido hasta colmar su cuerpo y doblegar su voluntad. Al entreabrir los párpados, le pareció que unas sombras atravesaban los haces de luz que se proyectaban sobre su cama. Intuyó que no se encontraba solo, que algunos lo acompañaban. Desde el exterior llegaba el rumor de una ciudad, una ciudad que jadeaba asustada. Logró razonar unos instantes. «Los dioses que tanto me han dado, hoy parecen negármelo todo.»
Los recuerdos de esos últimos días se entretejían, sumiéndolo en la confusión y la pérdida. ¿Eran palabras lo que oía o el rumor del oleaje? La fiebre volvía a galopar en sus arterias, tiritaba. Alguien aplicó una húmeda y fría tela sobre su ancha frente. Sintió que su piel, áspera y gris, era refrescada por una leve corriente de aire.
La realidad se fundía de nuevo, esas voces se alejaban, los claros en la habitación desparecían. Cerró los ojos. Necesitaba ordenar, necesitaba saber dónde se encontraba. De golpe, se incorporó de la cama. Gritó, preguntó por su madre con desespero, hasta que flaqueó, desplomándose sobre las sábanas para volver a navegar entre pesadillas.
El incienso que se quemaba en la estancia aligeraba el peso de sus propios olores, el hedor de un enfermo mezclado con las secreciones de su herida. Volvió a un estado de semiinconsciencia, sumergido en un baño de emociones. En el aquel rincón de reposo, el mundo era un lugar sin tiempo.
Debía de ser muy pronto. Cerró y abrió sus puños, se palpó la cara con prudencia, como si concibiera la posibilidad de descubrir a otro. Haber perdido el paso de los días y de las noches le producía una vaga sensación de vértigo. La fiebre había remitido. Ahora era capaz de observar su entorno y volver a situarse.
El techo de la cámara era un gran lienzo, escenas de comba-tes de los padres de su pueblo. Se habían aplicado pocos colores. Dominaba una textura color tierra punteada de azules y tonos más oscuros. En el centro de la escena, un grupo de hombres grises traspasaban con largas lanzas los esbeltos cuerpos de los murrianos, agrupados en un extremo del mural, dibujados con una idéntica expresión de terror, alineados como si se tratara de un rebaño que espera su sacrificio. Algunos intentaban escapar y eran dibujados huyendo a la carrera hacia el otro extremo del mural, ahí donde se vislumbraba el horizonte, bajo el que se distinguían las grandes montañas del oeste. A la derecha, estaba representada Vamurta, con su gran anillo amurallado, de él sa¬lían filas y más filas de soldados, los cascos azulados, bajo los estandartes negros y blancos del condado. Su mirada abandonó los movimientos del fresco, desplazándose hasta la pared que tenía justo enfrente. Encontró una amplia estantería de duro roble que llegaba hasta el techo. Ahí se guardaban gruesos volúmenes de cuero viejo. Libros de doctrina religiosa, de ciencia y arte, las Leyes Dantorum, tomos de caza y algún tratado naval. Era su habitación. Veía el armario de armas abierto a la derecha de la balconada, por la que, tamizada por delgadas cortinas blancas, se filtraba la claridad fría y limpia del amanecer.
El dolor volvía a despertarse, a quemarlo. La pierna. Un dolor negro y silencioso que conseguía romperlo. ¿Qué había pasa-do? Se retorcía sobre las sábanas, cerrando los puños con fuerza. Dejó escapar un alarido. ¿Cuándo? ¿Por qué todo se despedazaba? Sus certezas y recuerdos temblaban. ¿Qué hacía en su propia cama, herido? Sabía que nadie los había visto llegar. Cerró los párpados, se mesó la negra barba, de pelo liso, después su rostro de piel ligeramente gris, propia de su raza. Estiró el pie izquierdo hasta notar cómo los huesos crujían. Los hechos se habían sucedido con gran violencia, uno tras otro sin que nadie los pudiera frenar. Los hombres grises no estaban preparados. Nadie conocía, nadie había previsto la ofensiva del pueblo murriano. Le pareció recordar que se había despertado en algún punto cerca de la capital, tras la batalla. Estaba allí, aturdido. Se había medio incorporado sin entender qué era lo que tenía enfrente, dónde se encontraba. Sombras, manchas de luz mortecina. El cielo, una gran franja azulosa apagándose, se extendía por encima de la línea del montículo que se elevaba frente a sus ojos. El silencio del crepúsculo, cuando los latidos del día se retiran.
Desde su cama recordó que, en ese lugar incierto, un fuerte mareo lo mantuvo de rodillas, exhausto, atormentado por una terrible sed. No sentía la lengua ni los labios. Sabía que necesitaba agua para abrir esa masa de arena que era su boca. Le llegó un rugir lejano, lamentos diluidos por la distancia. Volvía a caer. Era incapaz de levantarse. Muy confundido aún, sus manos aterrizaron sobre algo frío y viscoso. Apoyado sobre un solo brazo se miró la palma de la mano. Roja, aquello que se adhería a su piel gris era sangre. El espanto. El miedo le devolvió los sentidos. Se encontraba rodeado de cuerpos sin vida, se había incorporado de entre los muertos. Veía bultos, hombres y mujeres cubiertos de un barro seco, manchados, algunos agarrados al asta de las lanzas, ahí una mano aferrada al pomo de una espada. Una gran extensión sembrada por los restos de la batalla, un campo reventado, como un naufragio. Cuerpos amontonados siguiendo las ondulaciones del terreno, acariciados por la luz azul y morada de la noche. Volúmenes inmóviles de los que sobresalían cabezas, banderas arañadas y brazos. Sobre el manto de los muertos, los buitres trazaban amplios círculos hasta aterrizar con gran parsimonia para desgarrar y tomar su tajada. Oía a su alrededor su aleteo incesante, los grandes pájaros levantando el vuelo, allí había uno dando pequeños brincos entre los muertos. Intentó entender.
Solo, al pie de una loma de piedras, abrasado por la sed, sucumbió al impulso de remover los cuerpos, frenético, sin percibir el gran hedor que, como una niebla espesa, se adhería a todo lo que estuviera a ras de suelo. Levantaba piernas, giraba barrigas, volteaba corazas, hasta que encontró un pellejo de agua. No ha¬bía mucho, dos tragos cortos. Exhaló aire. Inmediatamente después de beber, su olfato percibió todos los matices de la podredumbre. Notó un golpe bajo su esternón, hasta tres veces sintió la subida del vómito...
Consiguió dar dos pasos. Había que subir hasta esa loma. Había que salir de allí...
Novela Épica, Antigua Vamurta. Capítulo I.I