Uno de los relatos de la antología 37 Relatos para leer cuando estés muerto, de monsieur Igor Kutuzov, un servidor. ¿Un relato breve de parejas, de ese cambiante y complicado paralelogramo hombre-mujer? ¿Acaso es una historia de amor o desamor? Bien, como Roma città apperta, este relato de mujer admite varias lecturas e interpretaciones.De los 37 Relatos de IK, a modo de avance, subiré un par más en las próximas semanas: un relato muy breve y luego otro. En cualquier caso, espero que los disfruten.
Sí me acuerdo
Con Jerges y
Artemisa asidos a mis manos, entro en el parque. En verano no se puede ir antes
de las siete por el calor, pero esta tarde de sábado, con Manel en el hospital
cuidando a su madre y estos dos piojos inaguantables, he acabado por salir
antes de casa.
El parque rodeado
de una valla de madera de un metro de alto. Con una especie de castillo en el
centro y un tobogán rojo oxidado. Un poco más allá, un columpio para dos. Al
fondo, varios bancos alineados para que descansen los padres. Jerges sale
pitando y Artemisa, tras dudar, lo sigue sin saber todavía cuál va a ser el
juego. El parque está casi vacío. Hay un tipo sentado en uno de los bancos,
escondido tras un periódico, y un niño muy pequeño expectante, en una de las
cestas del columpio que hace rato ha dejado de balancearse. La brisa que llega
del mar es una sopa de fideos ardiente. Los peques suben a la torre de madera y
suspiro aliviada. Por fin han dejado de atosigarme y eso que por la mañana
hemos ido a la piscina. Estos no se cansan con nada.
El tipo sentado en
el banco ha bajado el diario y me está mirando como si acabara de ver una soga
colgando del techo de su cocina. Se levanta, viene hacia donde estoy. Dios.
—¿No te acuerdas de
mí? —dice. Parece haberse recuperado de la sorpresa y ahora sonríe con una gota
de malicia en la comisura de los labios—. ¿Recuerdas cómo me llamo?
Estoy tan
descolocada que me he quedado en blanco. Cuando me quedo en blanco no hay nada
que hacer. No recordaré su nombre.
—Claro que me
acuerdo de ti.
—Pues a ver,
Dolores. ¿Cómo me llamo?
Está jugando. Igual
que hacía hace años. Le gusta jugar.
—Lo siento…Se me ha
ido.
—Entonces, ¿no te
acuerdas de mí?
Lo veo. Lo dice con
la expresión satisfecha de un jugador de póquer que ha ganado otra mano. Igual
que antes. Su hijo sigue quieto en el columpio, embobado. Sudo, por el calor y
por los nervios. La tela del sujetador se adhiere a mis pechos. Lo observo
detenidamente. No ha cambiado tanto. Los labios gruesos y cuadrados. La
geometría de su nariz romana. Los ojos verdes, grandes y caídos, como si echara
de menos algo que nunca encontró, que nunca encontré.
—Sí me acuerdo
—digo—. Cómo me abrazabas y me hacías reír. La última cerveza nos la tomábamos
detrás de capitanía. El ritual. Cuando nos conocimos. Me llevabas en esa vespa
75, blanca, que no frenaba nada, por las Ramblas, al salir el sol. No te
gustaban mis medias rotas ni el pelo corto de punta, ¿eh?, ni esas botas de
bruja que tenía. A lo mejor por eso el día que me presentaste a tus amigos
decías que era una colega y en ningún momento me tocaste. Ni tan siquiera me
cogiste la mano. Por eso, al volver de marcha, follábamos en el portal de tu
casa, porque te daba vergüenza que tu mamá nos pillara. Tendrías que haberme
presentado. Un tipo como tú, que iba a comerse el mundo. ¿Y el día aquel que me
soltaste porque al otro lado de la calle viste a uno que hacía el máster
contigo? —Tomo aire. Aire caliente que me quema el gaznate—. ¿Para qué esas
llamadas tres años después? Y todas esas cartas. ¿Qué hacías esperando debajo
de casa?
El periódico que
lleva se ha convertido en un tubo de papel retorcido. Saca al niño del
columpio. Con su hijo en brazos, antes de marcharse, murmura al pasar «Jaime».
Jerges y Artemisa, empapados, se persiguen. Los pequeños dedos asomando en las
chanclas, rebozados de arena. Al llegar a casa voy a meterlos en la bañera y
los frotaré con esparto, si hace falta. Luego les dejaré ver la tele un rato.