La historia de Antigua Vamurta nos adentra en un mundo antiguo y fantástico. Un lago para la literatura fantástica. Vamurta es un libro de fantasía épica atípico, con corazón de novela histórica. Antigua Vamurta se divide en dos libros, reunidos en Antigua Vamurta - Saga Completa.
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- Cómo comprar Antigua Vamurta (1º Libro)
- Vamurta, 2 novelas y muchos relatos
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- Sinopsis de la novela
- La primera edición, casi agotada.
- Publicadas Guerras de Antigua Vamurta 4 y 5.
- Guerras de Antigua Vamurta 6.
Los Tres primeros capítulos de Antigua Vamurta. Pinchando en los enlaces para fragmentos largos en el blog de «Mundo Vamurta» o pinchando en la etiqueta de este blog, «La novela», para fragmentos más cortos y con mayor número de comentarios.
Los Cuentos de Vamurta.
- El Canto de Ulam
- La leyenda de Taonos. 1º Cap./ IIº / IIIº / IVº / Vº / VIº / VIIº / VIIIº / IXº / Xº / XIº / XIIº / XIIIº / XIVº / XVº / XVIº / XVIIº / XVIIIº / Final de Taonos /.
- La Mujer de Nieve
- Relato Ermesenda
- Añado las primeras páginas de la novela de aventuras y fantasía Antigua Vamurta:
« Desde donde se hallaba se podían
escuchar susurros que se perdían. Llegaban luces oscilantes, las blancas luces
del sol. Hacía calor y sudaba. El dolor de la herida había crecido hasta colmar
su cuerpo y doblegar su voluntad. Al entreabrir los párpados, le pareció que
unas sombras atravesaban los haces de luz que se proyectaban sobre su cama.
Intuyó que no se encontraba solo, que algunos lo acompañaban. Desde el exterior
llegaba el rumor de una ciudad, una ciudad que jadeaba asustada. Logró razonar
unos instantes. «Los dioses que tanto me han dado, hoy parecen negármelo todo».
Los recuerdos de esos últimos días
se entretejían, sumiéndolo en la confusión y la pérdida. ¿Eran palabras lo que
oía o el rumor del oleaje? La fiebre volvía a galopar en sus arterias, tiritaba
como un niño. Alguien aplicó una tela húmeda y fría sobre su frente ancha.
Sintió que la piel, áspera y gris, era refrescada por una leve corriente de
aire.
La realidad se fundía de nuevo, esas
voces se alejaban, los claros en la habitación desparecían. Cerró los ojos.
Necesitaba ordenar, necesitaba saber dónde se encontraba. De golpe, se
incorporó de la cama. Gritó, preguntó por su madre con desespero hasta que
flaqueó, desplomándose sobre las sábanas para volver a navegar entre
pesadillas. El incienso que se consumía en la estancia aligeraba el peso de sus
propios olores, el hedor de un enfermo mezclado con las secreciones de la
herida. Volvió a un estado de duermevela, sumergido en un baño de emociones. En
aquel rincón de reposo el mundo era un lugar sin tiempo.
Debía de ser muy pronto. Cerró y
abrió los puños, se palpó la cara con prudencia, como si concibiera la
posibilidad de descubrir a otro. Haber perdido el paso de los días y de las
noches le producía una vaga sensación de vértigo. La fiebre había remitido.
Ahora era capaz de observar su entorno y volver a situarse.
El techo de la cámara era un gran
lienzo, escenas de combates de los padres de su pueblo. Se habían aplicado
pocos colores. Dominaba una textura ocre punteada de azules y tonos más
oscuros. En el centro del fresco, un grupo de hombres grises traspasaban con
largas lanzas los esbeltos cuerpos de los murrianos, agrupados en un extremo
del mural, dibujados con una idéntica expresión de terror, alineados como si se
tratara de un rebaño que espera el sacrificio. Algunos intentaban escapar y
eran dibujados huyendo a la carrera hacia el otro extremo del mural, ahí donde
se vislumbraba el horizonte bajo el que se distinguían las grandes montañas del
oeste. A la derecha estaba representada Vamurta, con su gran anillo amurallado.
De la ciudad salían filas y más filas de soldados, los cascos azulados, bajo
los estandartes negros y blancos del condado.
Su mirada abandonó el fresco,
desplazándose hasta la pared que tenía justo enfrente. Encontró una amplia
estantería de roble que llegaba hasta el techo. Ahí se guardaban gruesos
volúmenes de cuero viejo. Libros de doctrina religiosa, de ciencia y arte, las
Leyes Dantorum, tomos de caza y algún tratado naval.
Era su habitación. Veía el armario de
armas abierto a la derecha de la balconada. Tamizada por delgadas cortinas
blancas, se filtraba la claridad fría y limpia del amanecer.
El dolor volvía a quemarlo como un
fuego sin llama. La pierna. Un dolor negro y silencioso que conseguía romperlo.
¿Qué había pasado? Se retorcía sobre las sábanas, cerrando los puños con
fuerza. Dejó escapar un alarido. ¿Cuándo? ¿Por qué todo se despedazaba? Sus
certezas y recuerdos temblaban. ¿Qué hacía en su propia cama, herido? Sabía que
nadie los había visto llegar. Se mesó la negra barba, de pelo liso, después el
rostro de piel ligeramente gris, propia de su raza. Estiró el pie izquierdo
hasta notar cómo los huesos crujían. Recordó lo vivido, los acontecimientos que
se habían sucedido con gran violencia, uno tras otro sin que nadie ni nada los
pudiera contener. Los hombres grises no estaban preparados. Nadie había
previsto la ofensiva del pueblo murriano.
Le pareció recordar que había
despertado dos jornadas atrás en algún punto cerca de la capital, tras la
batalla, aunque no estaba seguro. Estaba allí, aturdido sobre hierbajos a
merced del viento. Se había medio incorporado sin entender dónde se encontraba.
Rememoró el desconcierto de aquel que vuelve a la vida en un paisaje fúnebre
que no reconoció. Sombras, manchas de luz mortecina. El cielo, una gran franja
azulosa apagándose, se extendía por encima de la línea del montículo que se
elevaba frente a sus ojos. El silencio del crepúsculo, cuando los latidos del
día se retiran.
Desde su cama recordó ese lugar
incierto en el que recuperó el conocimiento. Tras la contienda. Obligado a
permanecer de rodillas, mareado, exhausto, atormentado por una terrible sed. No
sentía la lengua ni los labios cuando volvió en sí. Sabía que necesitaba agua
para abrir esa masa de arena que era su boca. Le llegó un rugir lejano,
lamentos diluidos por la distancia. Volvía a caer. Era incapaz de levantarse.
Muy confundido todavía, sus manos aterrizaron sobre algo frío y viscoso. Se
miró las palmas de las manos. Rojas, aquello que se adhería a su piel gris era
sangre. El espanto. El miedo le devolvió los sentidos. Se encontraba rodeado de
cuerpos sin vida, se había incorporado de entre los muertos.
Vislumbró bultos, hombres y mujeres
cubiertos de barro seco, manchados, algunos agarrados al asta de las lanzas,
ahí una mano aferrada al pomo de una espada. Una gran extensión sembrada por
los restos de la batalla, un campo reventado, como un naufragio. Cuerpos
amontonados siguiendo las ondulaciones del terreno, acariciados por la luz
morada del anochecer. Volúmenes inmóviles de los que sobresalían cabezas,
banderas arañadas y brazos.
Sobre el manto de los cuerpos
inertes, los buitres trazaban amplios círculos hasta aterrizar con gran
parsimonia sobre los cadáveres para desgarrar y tomar su tajada. Oía a su
alrededor un aleteo incesante, los grandes pájaros levantando el vuelo, allí
había uno dando pequeños brincos entre los muertos. Intentó entender qué había
sucedido.
Solo, al pie de una loma de piedras,
abrasado por la sed, sucumbió al impulso de remover los cuerpos, frenético, sin
percibir el gran hedor que, como una niebla espesa, se adhería a todo lo que
estuviera a ras de suelo. Levantaba piernas, giraba barrigas, volteaba corazas,
hasta que encontró un pellejo de agua.
No había mucha, dos tragos cortos.
Exhaló aire. Inmediatamente después de beber, su olfato percibió todos los
matices de la podredumbre. Notó un golpe bajo su esternón, hasta tres veces
sintió la subida del vómito...
Consiguió dar dos pasos. Había que
subir hasta esa loma. Debía huir de ese lugar.
****
Eran tres doctores. Enseguida
reconoció al joven Ermengol, amigo y médico de palacio. Explicaba a los otros
dos colegas el estado del paciente, acompañando las sentencias con leves
inclinaciones de cabeza.
—Debilitado, sí. La punta de la
lanza le ha arrancado musculatura, no mucha. Por fortuna no ha roto ningún
hueso ni las vías de sangre —dijo, a la vez que paseaba arriba y abajo,
haciendo oscilar la túnica verde noche de doctor de la corte—. La herida ha
sido desinfectada con raíces de osspirrus, lavada y cicatrizada con hierro
candente. Hay que esperar. Ver si la carne se pudre o no. El golpe en la cabeza
no es nada. Este hombre ha sufrido un cuadro de fiebre alta, de agotamiento
físico... Saben los dioses dónde habrá estado estos últimos días...
El diagnóstico había sido más
benigno de lo que podría parecer por su aspecto. Los tres médicos guardaron
silencio al tiempo que observaban al enfermo, que se revolvía en su lecho,
inquieto, sudando y abriendo mucho los ojos. Los observó un instante con la
mirada del ido. Se incorporó con violencia.
—¡La ciudad arderá! ¡Arderá con
todos dentro!
—¡Ya habla! —exclamó, sorprendido,
uno de los doctores.
—No debéis moveros ni hablar, señor
—sentenció Ermengol, empujando suavemente al enfermo contra la cama.
—La ciudad está perdida, ¡escapad!
—vociferó, desgarrado.
—¡Rápido, hierbas de Alou! —ordenó
Ermengol.
Los vapores de las hierbas lo
devolvieron a un sueño profundo.
De aquel sueño nació una densa bruma
de la que emergía su ciudad como un navío extraviado. Cuando la urbe ya se
había alzado, brillando sobre un mar de estratos nubosos, empezó a
resquebrajarse hasta que, de repente, se hundió en muy poco tiempo, como si algo
la hubiera aspirado abajo, abajo, mientras él presenciaba el hundimiento,
impotente, desde una torre lejana donde se sentía encadenado por un
encantamiento que inmovilizaba sus piernas, las manos, su corazón. La imagen se
desvaneció. Entonces vislumbró un gran torrente de agua y de entre esas aguas
emergía su madre. Parecía muy joven y le hablaba. No podía comprender sus
palabras, solo recordaba que le decía algo. Su madre continuaba hablando y
hablando y sus labios mojados describían una sonrisa permanente. Lo tomó del
brazo y lo condujo a algún sitio.
Era el Palacio de Verano y ya no
llovía. Miraban las grandes encinas, de hoja oscura, desde un balcón alto. Ella
sonrió y, luego, golpeó su pierna con furia. Dejó escapar un grito de dolor y
despertó en sus aposentos.
Apretó las mandíbulas, sus dientes
mordieron el aire. En la habitación reinaba la noche. Dos velas ardían sobre la
mesa, a su lado un viejo sacerdote dormitaba en una silla con las manos
recogidas en el regazo. La herida aún palpitaba punzante, pero su cuerpo
cansado parecía haber recobrado un cierto vigor. ¿Cuánto tiempo había dormido?
¿El sol estaba a punto de asomar por el balcón o era medianoche?
El dolor en la pierna ya no mandaba,
era intenso pero podía pensar.
Su mente viajó otra vez hasta el
lugar donde volvió a la vida tras el combate. Se hallaba tumbado en la cima de
aquella loma. Había llegado hasta arriba y desde allí divisó el amplio valle
que se extendía alrededor de las viejas murallas de la capital. Vamurta. Más
allá, sobre las finas líneas de las playas, siguiendo la hendidura del golfo en
el mar, se destacaban multitud de puntos salpicando el azul cobrizo de las
aguas. La flota del condado, la última vía de escape.
El mar era aún territorio del hombre
gris, pero no había dudas sobre el descalabro. Decenas de centurias de
murrianos formaban alrededor de la gran urbe. Detrás de la infantería enemiga,
grandes rinocerontes de tiro, resoplando con fuerza, cargaban sobre sus lomos
las largas serpientes de fuego que habían derruido los muros de las ciudades
grises del oeste. A la derecha del ejército murriano, y siguiendo el camino de
poniente, veía avanzar ocho torres de asedio, que eran arrastradas por el
esfuerzo de hileras de bueyes uncidos que, a cada tirón, hacían tambalear esos
monstruos de madera.
El cerco estaba casi completado. No
podía apartar los ojos de aquel espectáculo ejecutado con absoluta precisión.
El enemigo era un enorme hormiguero desplazándose en perfecto movimiento,
deslumbrante, el metal de las armaduras arrancando destellos a las últimas
luces del día; un hormiguero que cruzaba los extensos rectángulos de los campos
de trigo, derruyendo uno a uno los vetustos caserones de los barones erigidos
sin orden por el amplio valle verde y dorado de los hombres grises. Los
murrianos rasgaban los colores de su condado con las lenguas fulgentes de sus
armas. Banderas ocres, el rojo de los incendios provocados en su avance y el
negro de las muchas columnas de humo que se levantaban para diluirse en el
vasto cielo encarnado de la tarde.
Lejos, al pie de las puertas de la
ciudad, podía distinguir algunas formaciones dispersas de los suyos,
aguardando, esperando a que la masa que se acercaba se arrojara sobre ellos.
Casi parecían niños. Sobre los muros y sobre la Torre de Oriente se amontonaba
la guarnición de la ciudad, expectante. Cuando aún se sentía incapaz de apartar
los ojos de aquel despliegue de fuerzas, se frenó el monótono avance del
enemigo.
Levantó las cejas, torció la boca
seca, esbozando una sonrisa. Un pequeño grupo de guerreros grises, quizás unos
doscientos, corrían hacia Vamurta trazando una diagonal por entre dos grandes
grupos de murrianos. Avanzaban a media carrera soportando el peso de armaduras
pectorales y escudos de rodela. Era un cuadro erizado de lanzas, una mancha
plateada vista desde la distancia que contrastaba con los tonos ocres oscuros
de los estrechos bancales que formaba el enemigo.
Las tropas que defendían Vamurta
reaccionaron intentando una salida para cubrir a los que llegaban, pero las dos
falanges grises usadas en la intentona de rescate tuvieron que retroceder ante
la intensidad de la lluvia de proyectiles con que los murrianos respondieron.
Aquellos desesperados seguían
corriendo. Podía intuir el esfuerzo, el propio armamento condenándolos a una
carrera lenta, el sudor, el cansancio... A unas señales de bandera, dos
brigadas de arcabuceros murrianos giraron ordenadamente hacia la derecha,
encarándose a los que corrían. A su vez, dos grandes grupos que no logró
distinguir, iniciaron un rápido movimiento para cortar la marcha de aquellos
hombres. Los murrianos, propulsados por sus desproporcionadas piernas,
recortaban las distancias con una facilidad pasmosa. También identificó
compañías de piqueros enemigos moviéndose hacia las murallas para formar una
segunda línea de contención.
—Corred, corred —murmuró, aunque ya
era evidente que los hombres grises nunca llegarían a su ciudad.
A contraluz, observó cómo cada uno
de los grupos levantaba grandes nubes de polvo sobre los campos y entre los frutales
incendiados. Ya no distinguía nada. Poco después, aquellas estelas de polvo
coincidieron y colisionaron. Se escucharon las detonaciones de los arcabuces a
intervalos regulares y, en la lejanía, el estrépito del acero desafiado por
otro acero. Pronto, los ruidos cesaron y el polvo volvió lentamente a posarse
sobre la tierra.
Lleno de impotencia, impaciente,
empezaba a entrever los resultados de aquella desigual pugna. Observó que los
bultos que se amontonaban eran los cuerpos tendidos de sus hombres. Se maldijo,
tiró de su barba hasta hacerse daño. Quiso gritar. Todo aquello era evitable,
¡todo!, tantos muertos… El gran burgo cercado, la vana esperanza de una ayuda
que no iba a llegar...
Aquella escaramuza despertó en él
grandes dudas. Cansado, abotargado, veía como un suicidio atravesar los anillos
del asedio. Los tres tradios que lo separaban de los muros eran recorridos
constantemente por fuertes patrullas enemigas. Una distancia enorme. A campo
abierto era del todo imposible no ser cazado. Se mordisqueó los labios. Sabía
que los murrianos eran capaces de recorrer las extensas llanuras de Ibam y
podían sobrepasar con facilidad a cualquier hombre. Era necesario esperar la
llegada de las sombras. Quizá sería más fácil para un solo hombre. Cruzar las líneas
murrianas en silencio...
Hacía falta esperar. Retrocedió,
bajando hasta media loma, arrastrándose sobre las piedras. Consiguió
parapetarse entre unos matorrales, ladeado. Cerró los ojos, dejando que la
brisa del crepúsculo secara el sudor que bañaba su cuerpo.
El Consejo de los Once había
subestimado aquella nueva guerra. La había considerado como otra fase en la
larga lucha entre hombres grises y murrianos. Nadie creyó que habría tres
grandes batallas perdidas y aún menos que se pudiera llegar al sitio de
Vamurta. Nadie había advertido tal reorganización de los ejércitos murrianos.
No habían llegado noticias de sus nuevas armas de fuego, capaces de romper
madera, hierro y carne.
«Nos abaten como a conejos», pensó.
Él, orgulloso de su mundo, de su linaje. Era el fin de la civilización, tan
segura de su paso sobre la tierra. Y sí, habían estado sesteando, pendientes de
los asuntos de las colonias, la vista puesta también en los territorios que se
extendían al sur, siguiendo la costa del Mar de los Anónimos, una tierra
habitada por clanes que se diluía en las arenas del desierto. «¿Qué hay más
allá?», se había preguntado muchas veces. Otro mundo aguardaba.
Esas bestias habían llegado desde el
oeste profundo, huyendo de algo. Su padre ya había combatido a los murrianos
muchas primaveras atrás. En aquella época nada podía frenar las cargas de las
falanges. Los guerreros grises estaban acorazados de la cabeza a los pies. Sus
mejores hombres, la infantería pesada. El Batallón Sagrado, llamado Falange
Roja... Eran los tiempos de la superioridad, cuando su padre capitaneaba las
huestes y su madre, el palacio. La recordaba con sus duras exigencias, maestra
de la corte, valedora de mercaderes y grandes artesanos y a la vez, si los
vientos giraban y sus protegidos caían en desgracia, su voz podía ser una
silenciosa daga en las entrañas. También evocó su juventud lejos de las
mujeres. ¿Quién se atrevería a acercarse al hijo de la condesa?
Su mente volvió a aquel desastre.
Era evidente que los informadores al servicio de Vamurta se habían limitado a
cobrar para dar parte de sandeces, o incluso habían sido corrompidos. Malditos
todos. Maldito cada uno.
Caía la noche sobre el valle. Ya no
se oía el aletear de los buitres. Pronto aparecerían las alimañas para cobrar
su recompensa. Nada podía hacerse por los muertos. Todo había sucedido tan
rápido... Recordaba las últimas batallas como una sola. Las tropas grises
formadas en líneas, los intentos de carga, los rápidos repliegues del enemigo a
la vez que las falanges eran sometidas a una lluvia de fuego, dardos y lanzas
desde los flancos hasta convertirlas en masas esponjosas sobre las que caían
los jinetes de Ulak, lanzados desde atrás, montados en sus temibles ciervos de
combate. Aquellos odiosos murrianos de montaña, sus largas lanzas como agujas.
Luego llegaba el resto, aguijoneándolos, rompiéndolos...
La garganta volvía a quemarle. Era
incapaz de tragar un poco de saliva. No podía concentrarse en nada, la sequedad
lo absorbía todo. Decidió arrastrarse hasta la llanura en la que había sido
herido. Rebuscó entre los cadáveres, ya con signos de rigidez, tembloroso,
hasta que encontró otro odre. Lo sacudió y escuchó el sonido del líquido. Lo
abrió con mucho cuidado, bebió poco a poco, gota a gota, sentado en medio de
ese campo de muerte y olvido. Pudo mover la lengua, la arrastró por el paladar,
después entre los dientes. Se sintió un poco más vivo. Debió de perder el
conocimiento, quizá por un golpe en la cabeza. El casco, seguramente, le salvó
la vida. No conseguía recordar, había negro en la memoria. Miró a su alrededor.
Cerró los ojos respirando profundamente. Cuatro lágrimas colgaban de sus
párpados. No quiso frenarlas como era el deber de un hombre, de un noble.
Se hacía tarde. Cogió una lanza
corta del suelo. Haciéndola servir de bastón se desplazó hasta otro pequeño
promontorio que se erguía más al este. Las últimas luces desaparecían por las
montañas de la boca del valle, la brisa fresca acariciaba su rostro encostrado
de barro, sudor y sangre seca. Una vez arriba, se ocultó de los ojos del mundo
tras los troncos de unos algarrobos.
La noche, la gran bóveda
destellante, era rasgada por el fuego murriano. Las gigantescas bombardas
escupían su carga sobre los viejos muros de Vamurta causando enormes estragos.
Descargadas de los rinocerontes, habían sido montadas sobre gruesas bases de
maderas. Atadas con cuerdas del ancho de un olmo joven, el retroceso de las
armas era así frenado, aunque la cadencia de fuego era baja. Contó, por los
fogonazos, hasta diecisiete serpientes de bronce que abrían brecha en los muros
y en los corazones de los hombres grises. El retronar y las llamaradas de esas
armas causaban tanto daño como sus proyectiles. Las puertas de la Torre de
Oriente, a pesar de su refuerzo de planchas de hierro, ardían.
Desde su improvisada atalaya seguía
una vez y otra las rutas y las frecuencias de las patrullas de murrianos que
controlaban los accesos a la ciudad. Entendió que la única alternativa para
alcanzar los muros de Vamurta era infiltrarse hasta llegar al paraje del Molino
Toscado, arrastrarse entre las espigas de tallo largo, dejar pasar una de las
patrullas y, cuando esta desapareciera, lanzarse a la carrera hasta el pie de
los muros.
Era un plan sencillo. Todo dependía
de la rapidez y del sigilo con que actuara. Se deshizo de la coraza, de las
grebas anchas y cinceladas, dejó caer el pesado cinturón de cuero, se despojó
de la cota de malla. Cubierto con un jubón sencillo y calzas negras, descendió
del montículo.
A medida que avanzaba hacia las
posiciones de los enemigos, una incómoda sensación de pánico lo atenazaba más y
más. Cualquier ruido lo alertaba, el leve susurro de las aves entre las zarzas
lo turbaba, se agachaba por nada, mirando a los lados. Sabía que si era
capturado, su fin era seguro. Ya no pensaba en la suerte de los suyos. Solo
pensaba en salvarse. Esclavo, sería un esclavo para el resto de sus días.
Llegó hasta los olivos que precedían
a las primeras espigas de los campos. El rugir de las bombardas le
proporcionaba la suficiente cobertura para avanzar más rápido en la oscuridad.
Corrió hasta el olivo más cercano, se paró. Estaba demasiado asustado, tenía
que dominarse. Jadeaba como un cerdo. Corrió hasta esconderse tras otro árbol.
Un poco más adelante empezaba el sembrado de cereales, abandonado
precipitadamente, sin segar aún, donde podría moverse sin ser visto. Era mejor
no pensar, recorrer aquel trecho, jugársela, y una vez allí, descansar.
Así lo hizo, a paso rápido,
corriendo a intervalos, sin vigilar, concentrando su mirada en las manchas
puntiagudas de las espigas que se mecían con suavidad, levantando un leve rumor
que se apagaba cuando la brisa dejaba de soplar.
El último tramo lo cubrió en una
carrera desgarbada, los brazos torcidos pegados a su cuerpo. Se dejó caer en el
campo como un muñeco, se adentró un poco entre la cebada y escuchó con
atención. Únicamente le faltaba cubrir un terreno de suelo baldío hasta los muros.
Oyó retumbar el suelo, eran pasos,
muchos. Una columna de murrianos se acercaba como un torbellino.
Escondido y tumbado en el suelo los
vio pasar y alejarse. Las antorchas de los enemigos se reflejaban sobre las
láminas de sus delgadas armaduras, sobre los rostros, haciéndolos más feroces.
No gruñían, no hablaban. Era el repicar de sus pisadas y el tintineo de sus
armas lo que le hacía apretarse contra el suelo, apabullado.
Entre las espigas entrevió los
fornidos muslos, las piernas esculpidas en acero. Lo que sería la tibia de los
hombres era una extremidad muy estrecha, que descendía hasta una especie de pie
negro y duro, parecido a una pezuña hendida. Sobre esa potencia descansaban
unos tórax estrechos y largos, cubiertos con pectorales de cuero y metal, de
los que salían unos brazos largos y nudosos, de pelo escaso. Bajo los cascos
bailaban los cabellos largos y claros que escondían las facciones de los
murrianos. Rostros angulosos en extremo de piel color arena, bigotes felinos,
ojos rasgados de cazador.
Cuando la columna se alejaba pudo
escuchar las voces de largas sílabas, estridentes, que emitían los murrianos.
Solo comunicaban alguna orden, y aun así se estremeció. Ya estaba tan
cerca... Si conseguía volver, podría
comer y dormir.
Los ruidos se alejaron. Giró el
cuerpo y se tumbó de espaldas. Respiró todo el aire de la noche de una sola
bocanada.
Ahora contemplaba el infinito vidrio
oscuro del cielo, las estrellas aparecían y se escondían tras las grandes y
alargadas nubes que como poderosas galeras cruzaban el firmamento absorbiendo
la claridad de una luna titubeante. «Este es un buen lugar donde vivir —se
dijo—, es mi corazón, mi tierra.» Aquella idea lo reconfortó, otorgándole
suficiente fuerza para incorporarse de nuevo.
Atravesó a gatas, con apenas luz,
unos huertos arrasados, cerrados por paredes discontinuas hechas con pequeñas
piedras, hasta llegar a un espacio donde crecían matorrales bajos y dispersos.
Más allá se percibía la masa negra de la muralla de poniente, de la altura de
doce hombres, hecha de formidables sillares encajados por el arte de los
antiguos canteros de Vamurta. Se distinguían las pequeñas siluetas de los
hombres de guardia recortadas contra un cielo casi negro, repartidos
regularmente entre las almenas. Eran pocos porque la mayoría se encontraban
detrás de las ruinas de la Torre de Oriente, listos para hacer sangrante la
toma de la ciudad.
En ese estado, entre el agotamiento
y el retorno a una lucidez intermitente, el Heredero de Vamurta veía pasar ante
sí imágenes y recuerdos cada vez más coherentes. Se preguntó por qué, tras
tantos años de guerras, casi no conocían nada de aquella raza. Se decía que en
las colonias, especialmente desde su independencia, hombres de todas las clases
y murrianos convivían en un mismo territorio y, cada vez con mayor frecuencia,
compartían negocios, creaban rutas de comercio entre ciudades y aldeas en las
que las mezclas dejaban de ser un hecho aislado. En la inmensidad de su condado
únicamente podía averiguar algo más de ellos por los prisioneros. No vivía en
Vamurta un solo murriano, y en las alejadas marcas los contactos entre ambas
civilizaciones eran poco frecuentes, casi siempre zanjados por la fuerza de las
armas, con una violencia irracional.
Desde niño le había llamado
poderosamente la atención las testas de sus enemigos, esas pequeñas astas
sobresaliendo entre una cabellera de pelo áspero y de colores pajizos; el
rostro, encerrado por líneas romboidales; los ojos rasgados, normalmente
amarillentos, a veces con un matiz de madera sucia; y sus pequeñas narices,
orificios encajados entre sus largos bigotes, delgados y tensados como el
cordaje de un laúd. De barbilla estrecha y boca carnosa, aquellos seres eran
animales esbeltos y no muy altos, de corpulencia equivalente a un chico de diecisiete
o dieciocho primaveras.
Los murrianos estaban dotados de una
resistencia colosal, siendo capaces de presentar combate tras recorrer
distancias considerables, distancias que las piernas del hombre gris solo
soportarían con intervalos de descanso. La pesadilla, la obsesión del Heredero
era la velocidad de sus enemigos, superior a cualquiera de los hombres más
jóvenes del condado.
En combate, excepto los oficiales,
los murrianos se protegían con pequeños escudos de madera reforzados por una
capa de medio dedo de metal, sobre la que dibujaban los emblemas de las
unidades. Los cascos, en forma de gota y con dos pequeñas aberturas, acababan
en un guardanucas de tela acolchada y recubierta de una fina coracina de
hierro. Los murrianos tenían la virtud de la disciplina, formaban una
civilización comunal, donde cada paso, cada nueva idea surgía del grupo, no del
individuo. Quizá era aquella su mayor virtud y ello se reflejaba en su
organización militar. Protegidos con uniformes de cuero que les llegaban hasta
media pierna y pectorales de lámina de acero, se ataban al cuello pañuelos de
colores que ayudaban a identificar y movilizar las diferentes centurias en el
caos de la batalla.
Casi nunca escapaban ni se rendían,
y era tarea improbable capturar esas bestias con vida.
Ya se encontraba cerca de los muros,
aplastado contra el suelo frío. La noche se desparramaba sobre los campos y la
urbe, transformando las formas del día en un plano oscuro.
Creyó distinguir un sonido nuevo y
remoto. Escuchó con mayor atención. Cuando las bombardas callaban le llegaba un
rumor, una vibración semejante a la de una gran manada de búfalos en
movimiento. No era una alucinación, a pesar de su enorme sed y cansancio. Era
la gente de su ciudad o el avance de un gran ejército. No, no, eran sus
ciudadanos, se oían los llantos de los más pequeños, los ladridos de perros,
voces de mujeres... ¿La ciudad huía hacia el mar?
Decidió cubrir el último tramo
también a la carrera. Ya no podía esperar mucho más. La patrulla murriana hacía
un momento que había desaparecido hacia el oeste. Sin más razones que lo
retuvieran, se lanzó al vacío del campo abierto levantando un revelador
golpeteo con las sandalias, que repicaban contra la tierra arcillosa.
Veía la pared de la muralla acercarse
más y más, alta, inaccesible. Corría y algo lo desconcertaba. Dejó de correr.
Ahora lo comprendía; por encima del silencio de aquel sector se levantaban los
gritos de los soldados que, desde las almenas, lo coreaban.
—¡Callad, callad! —Le faltaba aire,
no tuvo suficiente aliento para gritar con fuerza.
Por fin palpó las piedras, frescas,
agradables. Apoyó la espalda en la muralla, ahogado.
—¡Subidme! ¡Tiradme una cuerda,
rápido! —gritó, sorprendido por la firmeza con la que había lanzado su demanda.
»