En las leyendas japonesas, Yukki Onna es un espíritu del mal. Pero en uno de los cuentos de fantasía nipones se muestra más humana, lo que me arrastró hasta ella como una canción de amor. Yukki Onna posee una belleza gélida. En esta vieja y nueva historia he querido rendir homenaje al relato fantástico, La mujer de nieve, mezclándolo con el universo épico de Antigua Vamurta. Un brebaje peligroso, lo sé, que quizás cause algún disgusto. Espero que le agrade especialmente a Kensan X, y a su Dragón de Tinta.
«Yo era muy, muy joven. Apenas un chico. El primogénito de una estirpe de nobles de Vamurta. Al morir mi padre, mi madre siguió contestando al poder de la Corte. Ella desapareció y yo, como barón, promoví la Asamblea de Notables. Pero la Condesa ganó el pulso y huí, exiliándome en las Colonias, huyendo de las garras de Ermesenda. Y aquello fue una bendición. En aquellos tiempos las nuevas tierras eran para los hombres grises un horizonte nuevo, un lugar por explorar. La tierra prometida. Entonces era fuerte, no conocía el cansancio y a pesar de mi desgracia, era un hombre esperanzado. Aunque de estas cosas uno no se da cuenta cuando suceden, sino después, cuando no están. Esto fue lo que ocurrió... Me había enrolado en una expedición que pretendía fundar una ciudad muy al noreste. Era una empresa ambiciosa, y desconociéndolo todo, entramos en tierras sagradas de los vesclanos.
En aquellos lejanos parajes empezamos a construir casas y almacenes, rodeados de una empalizada. Cazábamos y horadábamos la tierra para dejar las semillas que debían sustentarnos. Llegó el invierno, áspero, y cubrió los bosques con un manto blanco. En una de esas noches gélidas, aparecieron los vesclanos, a cientos, iluminando la oscuridad con sus antorchas. Asaltaron la aldea y a penas pudimos resistir. Un viejo sacerdote de Onar y yo conseguimos huir a la montaña, aprovechando la confusión de la lucha.
Muertos de frío, aterrados, vagamos por la noche. Una tempestad se desató sobre nosotros, el cielo rugió y sus hijos, el viento y la nieve, nos azotaron hasta casi acabar con nuestras fuerzas. Onar, que es misericordioso, nos condujo hasta una cabaña abandonada. Una mísera construcción de troncos donde pudimos encender fuego y calentar nuestras ropas mojadas. Allí encontramos algo de comida y, por primera vez, nos sentimos a salvo. Afuera, el temporal arreciaba.
—Si logramos volver, tú que eres joven, deberías hacer los votos para entrar al servicio de nuestro dios. Hoy nos ha salvado.
Apenas escuchaba a aquel pobre hombre, porque cerca del fuego mi cuerpo se amodorraba. Enseguida caí en un profundo sueño.
Pasada la medianoche, un golpe de aire abrió la puerta, el viento entró como una furia y la nieve arremolinada apagó la chimenea.
—¡Menudo frío!
Entonces la vi, erguida, la ventisca aullando a su alrededor.
—¿Quién eres? ¿Por qué has entrado?
Una mujer de tez blanquísima, vestida con sedas vaporosas, bella. Sus largos cabellos negros seguían bailando, a pesar de que había cerrado la puerta, la mirada glacial. Sentí un escalofrío profundo, sus ojos negros me traspasaban.
Ignoró por completo mi presencia. Quedé medio incorporado, como una estatua, incapaz de moverme o abrir la boca. Como si flotara, se dirigió al viejo sacerdote que no había despertado. Se inclinó sobre él y sus labios emanaron una nube de hielo que lentamente lo petrificó.
—¡Onar! —grité— ¡Onar!
Intenté huir, pero ella, en un abrir y cerrar de ojos, se plantó en la salida. La Mujer de Nieve se aproximó, diciéndome, mientras me miraba con dureza.
—Lleno de vida. Además eres un hombre hermoso —murmuró—. Te permitiré continuar en este mundo, pero si cuentas alguna vez a alguien lo que has visto esta noche, te buscaré estés donde estés, y te mataré.
Di un paso atrás, recordé mi espada, me giré para ver dónde la guardaba. Al volverme, la mujer había desparecido. Mi conmoción era tan honda, que debí perder la consciencia, pues al día siguiente me levanté tiritando, tumbado cerca de la puerta.
Aquella mañana, conseguí reunir suficientes fuerzas para volver atrás. Antes, sin poder contener las lágrimas, enterré al sacerdote que, al haber fallecido, de algún modo me había salvado. Durante tres días deambulé hacia el sur, hasta hallar la primera aldea de los hombres grises. Allí conté cómo los vesclanos nos habían masacrado, pero mucho me guardé de decir nada de La Mujer de Nieve. Pasaron las estaciones. Era uno más en esa aldea de agricultores y guerreros. La Asamblea de las Colonias parecía haber renunciado a su expansión y mis noches se sucedían sin que existiera algo profundo que llenara mi espíritu.
Durante una primavera especialmente lluviosa, aguardaba en mi minúscula casa a que escampara, para poder ir a recoger leña al bosque. En la casa de enfrente, observé a una muchacha que se resguardaba de la lluvia, aunque ya debía estar calada hasta los huesos. La invité a entrar.
Ella dijo que se llamaba Yokai, explicó que era extranjera y que quería llegar a Nueva Vamurta para buscar trabajo como hilandera. Le pregunté a qué tribu pertenecía, pues no había visto a nadie como ella entre las distintas razas de aquellas tierras.
—Déjame dormir en tu casa esta noche. Te lo ruego, con esta lluvia, no llegaré muy lejos.
Al principio dudé mucho, pues ni disponía de comida ni de otra cama. ¡Cómo alojar a una mujer tan bonita en mi barraca! Le ofrecí un tazón de hidromiel cerca del fuego, mientras meditaba qué hacer.
—No me importa dejar de comer, ni dormir en el suelo, pero déjame quedar, al menos esta noche.
Aquella súplica dicha por esa voz de ruiseñor me enamoró. De eso, también me di cuenta más tarde. Se quedó conmigo y, al poco, nos casamos con la bendición de las sacerdotisas de Sira.
Durante esos años fui el hombre más feliz del mundo. Solo quería volver a casa pronto para estar junto a ella. Nada me faltaba, ni tan siquiera pensaba en el futuro. Teníamos siete preciosos niños, sanos, fuertes y vivarachos. Me sentía afortunado. Mi única inquietud era ella, pues en los días de sol y calor, jamás abandonaba nuestra habitación, mientras que cuando caía la noche, salía a pasear con los niños. El verano la volvía apática y apenas podía hacer nada. Con la llegada de los primeros fríos, su rostro extrañamente blanco parecía resplandecer, y las fuerzas volvían a ella. Era entonces cuando se mostraba alegre y enérgica.
En una de esas noches de invierno le dije:
—Amor, pareces tan joven como el día en que te conocí. El tiempo te respeta absolutamente.
—Eso lo dices tú, que me sigues queriendo —respondió ella, con una sonrisa en sus labios de piñón.
—Te voy a decir algo que acabo de recordar y que jamás he contado a nadie. Verdaderamente, te pareces a una mujer que vi una vez, siendo yo muy joven. O eso creo, pues casi diría que vi una aparición.
—¡Oh! ¿Y quién era? —contestó ella sin dejar de mirar las llamas de nuestro hogar.
—Alguna vez te he contado aquella desastrosa expedición, años atrás. Pero no te lo he contado todo. Al huir de la aldea, se desató el peor temporal que he visto. Fue en esa noche cuando la vi. Todavía me pregunto si lo soñé o no, aunque algunos sacerdotes aseguran que nuestro paso por la tierra también es un sueño… ¿Has oído alguna vez las historias que se cuentan de la Mujer de Nieve?
—¿Por qué me cuentas todo esto? —Viendo como se transmutaba su expresión, pienso hoy que debí haber callado.
—Porque esa noche vi a la Mujer de Nieve.
—¡Me lo prometiste! Me prometiste que no lo contarías a nadie, ¡jamás!
Yokai se había levantado, y mientras lo hacía se transformaba en la Mujer de Nieve. Una furia helada invadía nuestro comedor. A medida que se movía, su sencillo vestido de lana color tierra se transformaba en un suntuoso abrigo blanco, su hermoso pelo negro diríase que flotaba.
—Pero, ¿qué quieres decir, amor? ¿Qué haces? ¿Por qué abres la puerta?—pregunté, angustiado—. Yokai, ¡no! ¿Eres tú…?
La Mujer de Nieve me miró. En sus ojos se podía leer un profundo dolor, una terrible incertidumbre. Debía de tomar una decisión en aquel momento, pues había roto la promesa y yo recordaba el castigo. Frente a mí, poco quedaba de ella, de mi esposa y madre de siete hijos. Un ser de otro mundo daba un paso atrás, todavía indeciso.
—Me has descubierto, dejo de ser humana. No puedo matar al único hombre que todavía quiero —Abrió la puerta. Ráfagas de viento invadieron la casa, la nieve revoloteaba, libre—. ¡Mi vida contigo!... ¡Era feliz! Cuida de los pequeños, pues si no lo haces, vendré a por ti. ¡Lástima, era feliz!
Mi mujer era una figura blanca, pétrea, cuyos ropajes se desplegaban en el aire furioso. Parecía que iba a salir, cabalgando sobre la tormenta, como un animal sin rumbo.
—Yokai, ¡quédate! ¡No lo sabrá nadie! ¡No te vayas!
Desesperado, me incorporé, y salí corriendo para atraparla. Puede oír un «que tengas suerte», antes de que desapareciera en la noche lúgubre en que la perdí.
Mi nombre es Matrol, Alto Magistrado del Consejo de los Veintiuno. Jamás he vuelto a amar a una mujer. Aunque he pasado los años procurando ayudar a los otros y ahora soy viejo y el fin se acerca, antes de acostarme y al despertar pienso en ella. Una melancolía pervive en mí, en lo más profundo de mi ser, que alivio en las noches de invierno, cuando salgo a pasear por los caminos. A veces creo oír un gemido en la noche, una voz que se desvanece como la nieve cuando intentas atraparla. Es cuando la llamo, y en fría oscuridad la invoco, para así dar calor a su corazón helado.
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La Mujer de Nieve, by Igor |