Tercer fragmento del tercer capítulo de la novela de fantasía Antigua Vamurta. Os recuerdo que los dos libros que componen esta historia entre la literatura fantástica y la literatura épica están a la venta en Google Play, Smashwords y Amazon en formato ebook y en papel. Precios populares para todos.
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Imagen del primer libro de Vamurta. |
Capítulo 3
(3º fragmento)
Las doncellas de palacio callaron al ver avanzar al Heredero, cojo, muy delgado, el color roto en el rostro de un hombre que ha perdido la fuerza, arrastrando su cuerpo y su gruesa cota sobre la que relucía la coraza bajo el resplandor de las velas, con ese aspecto horrible del convaleciente que ha decidido romper su reposo antes de tiempo.
La Condesa Ermesenda lo esperaba sentada en el trono de madera negra. Una madera trabajada hasta no dejar ninguna superficie lisa, el trono donde antes había descansado su padre. Llevaba puesto el vestido de cuello alto reservado para los actos ceremoniales del condado, tejido con los mejores paños del continente, de un color entre el lila y los colores del atardecer, indefinido, con el escote redondo cosido con hilo de plata. Sobre su reverenciada testa flotaba su diadema de Onar, donde se habían engastado doce rubíes hexagonales, tallados hacía muchas generaciones, sobre oro blanco de los antiguos murrianos.
Miraba fijamente a su hijo sin que su semblante transluciera emoción alguna. De pómulos altos y mejillas hundidas, su rostro parecía hecho con un pergamino ajado por los años. La frente estrecha, sobre los pequeños ojos, era un amasijo de líneas entrecruzadas. Ermesenda era la imagen del poder hecha carne. Capaz de hundir con un leve movimiento al más poderoso noble de Vamurta si ella creía que así favorecía el camino del Heredero o su propio destino. Sabía que aquellos eran los días de la desesperanza, y su glacial inteligencia ya había trazado los últimos movimientos de aquellos que le eran más cercanos.
—Señora —saludó el Heredero haciendo una ligera reverencia.
—Esperaba a un enfermo y me encuentro frente a un soldado cojo —dijo, con una imperceptible sonrisa en sus delgados labios—. Un soldado cojo es como un lobo herido. Sabes que te puede morder pero también sabes que ya no puede huir.
El silencio fue absoluto. Las damas contemplaban la escena con la fascinación de quien intuye que el instante es irrepetible. Los dos mayordomos armados que protegían a la Condesa seguían mirando el alto techo de la cúpula y ninguno de los consejeros que aún no habían huido, se atrevieron a moverse.
—Sabes que, a pesar de no salir de los muros de palacio, soy la mujer mejor informada de esta tierra. Te podría decir cuáles son las razones de la sorprendente desaparición de la esposa de Vitilba, cuáles fueron las ganancias del último viaje de los mercaderes del hierro o cuándo y cuál será el fin de este terrible asedio. Como también sé, y lo sé apenas mirando tu rostro sin sangre, que si vas a luchar al pie de la muralla, con esta herida en tu pierna, eres hombre muerto. Sencillamente porque no dejarás a tus hombres a su suerte y eso, querido hijo, quiere decir que nunca llegarás a los muelles, para escapar —concluyó con su tono de voz invariable.
—Entonces, señora, ¿cuál es vuestro criterio respecto a lo que tendría que hacer?
—Embarcar esta misma noche con rumbo a las nuevas tierras.
Aquella sentencia dejó a los presentes con una expresión de incredulidad en el rostro. Los dos sacerdotes presentes hicieron un movimiento con las manos, como si quisieran exorcizar aquellas palabras. Nadie se había atrevido a predecir la derrota, y menos aún en voz alta. Uno de los vizcondes del Consejo se adelantó, a punto de hacer escuchar sus diplomáticas palabras. Con los murrianos en las puertas de la ciudad, casi todos los presentes habían trazado mentalmente sus rutas para desaparecer de Vamurta. El paso del tiempo los angustiaba, pues temían perder sus bienes, la vida, perderlo todo. Y al mismo tiempo todos temían embarcarse demasiado pronto y exponerse a las represalias de los supervivientes. Y en medio de esa contradicción, la Condesa pedía a su hijo que se embarcara inmediatamente.
—¿Queréis, señora, que vuestro único hijo sea recordado como aquel que faltó a su deber? ¿Justo cuando se le necesitaba? Tened por seguro que esta noche mi espada relucirá ante el enemigo.
De nuevo se hizo el silencio. Ermesenda miraba a su hijo. Sabía que nada le podía dejar, además del recuerdo de la grandeza. Todos sus esfuerzos por asegurar la continuidad de su linaje habían resultado infructuosos, barridos por las huestes murrianas. Era el fracaso absoluto para alguien que tenía como deber supremo la transmisión del poder condal. ¿Sobreviviría su hijo? ¿Si emigraba, cómo sería recibido en las Colonias, en las que gobernaban aquellos que ella había desterrado? Lo veía errante, como el que intuye que pertenece a otro mundo... Su único hijo, su querido hijo, aquel que por madre tuvo una juez intratable. Los ojos oscuros de Ermesenda relampaguearon un instante.
—Querría, hijo mío, que no buscaras la muerte, cuando esta es segura —dijo en un tono impropio de su persona, casi suplicante.
—Ningún hombre de honor abandonaría a los suyos en secreto —contestó Serlan con una firmeza que no admitía réplica—. Una traición amparada por la noche, abandonando a aquellos que le juraron fidelidad. ¡Y menos aún el hijo del conde! ¡Mi padre jamás lo habría aprobado!
—Tu padre colgaba a los murrianos en largas sogas hasta ver su carne podrida —dijo Ermesenda escupiendo su veneno—. ¡Los perseguía y los empalaba en los caminos en lugar de correr delante de sus lanzas como tú haces!
—¡Sí! Y es por eso que vuelven. Tanta crueldad, tanta sangre...
Serlan hizo una pausa para tomar aire, excitado. El Heredero recordó aquella tarde de principios de verano, cuando aún no era ni un muchacho. Con su padre viajaron hasta la Sierra Rocavera, a siete días de camino de la capital. Recordaba la fatiga del viaje y el calor. Al pie de la sierra, los hombres grises habían empalado un murriano cada quince pasos hasta cerca de la cima, en una línea macabra de cuerpos que miraban a tierra, torcidos, como si quisieran abrazar o recoger algo. Caminaban senda arriba, siguiendo los restos de los vencidos. «Es el símbolo de la victoria sobre las bestias», había dicho su padre. Ahora volvían. Recordando a sus muertos y aquella humillación, llamando a la puerta a golpes, con puños de acero y voces teñidas de sangre.
Serlan dio media vuelta y, sin decir nada más, se dirigió hacia el Patio de Armas.
—¡Detenedlo! —bramó su madre, desconcertada—. Puedo perder esta noche mi ciudad, pero no a mi hijo.
Y diciendo esto, hizo una señal con la mano. Con gran celeridad, los dos mayordomos alcanzaron al Heredero y lo apresaron por la espalda. Serlan echó mano a la espada, pero ya lo habían inmovilizado.
—¡Vieja Loca! ¡El honor! Moriremos sin... —Su voz se disolvía, los mayordomos lo ahogaban con un pañuelo impregnado con narcóticos.