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Capítulo II
(Fragmento XIIª)
Los chicos bajaron por el camino de los Trapos, siguiendo el trazado exterior de las defensas, hasta saltar a unas rocas donde se sentaron para contemplar, con calma, el espectáculo del puerto. Desde allí divisaban la puerta fortificada que vigilaba el mar. Detrás de la muralla asomaba la imponente mole de la ciudadela, sus altas paredes desnudas, la Torre de Homenaje y sus cuatro vértices rematados con robustas torres de defensa.
Los gatos que se escondían entre las rocas corrieron hasta otro rincón. Hablaban y lanzaban guijarros al mar. Martín siempre ganaba. Su muñeca conseguía que sus piedras dieran más saltos sobre las aguas calmas.
—Mi madre ha sido llamada a la Puerta. Ha salido de casa temprano, llevando su ballesta y la daga. La abuela aún lloraba cuando me he ido —dijo Martín.
—¿Y tu padre? —inquirió Ebasto.
—No lo sé. Se fue hace meses a hacer pieles de antílope, hacia el sur. Madre me ha dicho que no deje a la abuela, pero está todo el día sentada cerca del balcón, mirando la calle y... Me he escapado.
Los otros no dijeron nada, seguían mirando cómo rebotaban las piedras que lanzaban una y otra vez. Cada uno se preguntaba qué iba a pasar. ¿Qué iba a suceder si la ciudad caía? ¿Estarían en casa, encerrados? Sara pensó, por primera vez, en lo que haría. Tras descartar muchos pensamientos, creyó que lo mejor sería esperarlos tras la puerta de su casa con un cuchillo de cortar carne. Quizá escondida podría evitar los encantamientos que, según se decía, lanzaban aquellos animales antes de atacar. Se veía a sí misma enfurecida, llena de fuerza, lanzando cuchilladas y amontonando cadáveres a sus pies, sin pensar que ella, más bien delgada, a duras penas podía sostener una espada o desviar la acometida de una lanzada. Martín la despertó de su gran gesta.
—Sara, ¿tú qué harás si llegan?
—¿Yo? Pues... ¡No les dejaré pasar! No entrarán en mi casa.
Nadie se rio. Sara había vomitado aquellas palabras, impulsadas por un temor que ahora vivía cerca de ellos. Unos se miraban las sandalias polvorientas, otros, el lento latir del mar. El sol, alto ya en su mediodía, disipaba la niebla de la mañana.
—A mí me gustaría ir a las Colonias. Ahí dicen que también hay murrianos, pero muy pocos —dejó caer Elizabeth, la más pequeña de todos.
—Sí, y aquellos raros, duros como insectos. Y los hombres rojos —siguió Martín.
—¡Son fuertes como diez de los nuestros! —afirmó Sara, cerrando los puños—. Llevan trenzas y colgantes, como las mujeres.
Todos se rieron, haciendo muecas. Sara bailaba entre ellos, dando brincos, despreocupada por unos momentos. Luego se quedaron callados. Cansados de tirar piedras al mar y de observar los trabajos del puerto, decidieron que irían a la Plaza de los Pájaros para ver si se cruzaban con la cuadrilla de los remesas, los hijos de los labradores de las cercanías de la ciudad. Andaban riendo otra vez, empujándose unos a otros. Cualquiera que los hubiera visto, habría pensado que aquellos mozos parecían indiferentes, felices.
Cuando subían por la calle de los Curtidores, una música que surgía de alguna parte, los clavó en el suelo. Era una música conocida. Las notas agudas de las flautas y el ritmo de los tambores hicieron enmudecer toda la ciudad, que escuchaba encogida, atenta, entre la esperanza y una desazón creciente.
—¡La Falange Roja, es la Falange Roja! —gritó Martín, señalando con un dedo la dirección de donde provenía aquella cadencia.
Echaron a correr por los callejones que conducían al este de la ciudad. Corrían como locos, esquivando a los vecinos que salían de sus casas. En todos los rincones la gente se asomaba a las ventanas o bajaban con prisas a la calle. Aquí y allí se formaban corillos. Les iban llegando murmullos, los fragmentos de conversaciones de muchos que, desalentados, empezaban a entender que aquello era el final.
—Dioses de las estrellas, han salido —oyeron decir a un viejo mercader.
La Falange Roja era una unidad distinta, un gran Batallón Sagrado. Un juramento solemne los ataba al condado, al que defenderían luchando hasta la muerte. La salida de aquella fuerza de la ciudadela indicaba que la situación era desesperada. Muchos supieron en aquel momento que los bandos que ofrecía el condado eran falsos. No existía ninguna duda. El Batallón Sagrado participaba en las luchas en casos excepcionales, siempre comandados por el Conde hasta que murió, y más tarde, por el Heredero. Era la última línea de defensa para los ciudadanos de Vamurta, formada por parejas de hombres, parejas atadas dentro y fuera de la jerarquía militar, los conductores y los más jóvenes, los compañeros. Esa doble atadura les otorgaba una ferocidad excepcional, absoluta. Luchaban por el honor y para salvaguardar a aquellos que amaban.
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Ciudadela. |
Los chicos, finalmente, desembocaron en la Rambla Este, que seguía en paralelo al trazado de la muralla, donde, antes de la guerra, se levantaba el tumultuoso barrio de pescadores. Giraron Rambla arriba y allí encontraron la cola de la Falange, que avanzaba marcial en columna de a cinco. Detrás, entre los chicos y la Falange, seguían dos brigadas de infantería ligera y dos más de arqueros. Eran las fuerzas destinadas a proteger la fortaleza de los condes. Las gentes de Vamurta los veían pasar como el peor de los presagios. Las madres llamaban a sus hijos para hacerlos entrar en casa.
—Vamos hasta la cabeza de la columna, quizás veamos al Heredero —chilló Sara, entre la confusión de la música y las gentes.
Corrieron siguiendo la serpiente que formaban los soldados, admirando el brillo opaco de las armaduras de un rojo oscuro, las altas lanzas, sus largas espadas colgando de sus cinturones. Aquellos hombretones altos de mirada fija, de fuertes espaldas, quizá sabían que se encaminaban hacia el último acto de su existencia. La cuadrilla continuó hasta la cabeza de la marcha, sorteando los transeúntes. Pero al alcanzar a los hombres que encabezaban la columna, solo vieron al capitán de la Falange y los portaestandartes, llevando en alto la golondrina del condado, la única de todas las unidades coloreada en rojo.
La Falange Roja. Capítulo II. IV