La guerrera y los demonios. |
Entonces la vieja se marchó definitivamente dejando solo al peregrino. La única luz de la casa era la de una linterna macilenta, porque el fuego se había apagado por completo. Por primera vez en toda la noche, le asaltó la idea de hallarse en una casa encantada y las palabras de la vieja prohibiéndole acercarse al cuarto del fondo, despertaron su curiosidad y le produjeron miedo.
¿Qué ocultaba en aquel cuarto que no quería que se acercarse? El recuerdo de su promesa lo mantuvo algún tiempo inmóvil, pero llegó un momento en que no pudo resistir su tentación de mirar el interior del cuarto prohibido.
Se levantó y se acercó lentamente al cuarto del fondo. De pronto, la idea de que la vieja se enfadaría mucho con él por no obedecerla le hizo volver a su puesto.
Pero como el tiempo transcurría con gran lentitud y la vieja no volvía, se apoderó de él un gran miedo y una irresistible curiosidad por ver qué ocultaba aquel cuarto. Debía descubrirlo.
«No sabrá que he mirado si no se lo digo. Echaré una mirada antes que vuelva», se dijo el hombre.
Se levantó y se acercó de puntillas. Con mano temblorosa empujó la puerta corredera y miró. Se le heló la sangre en las venas al ver aquello. En el cuarto había gran cantidad de huesos humanos. Las paredes estaban llenas de salpicaduras y el suelo cubierto de sangre. En un rincón se amontonaban los cráneos hasta el techo y, en otro, los huesos de los cuatro miembros. El hedor que despedía aquello quitaba el sentido, y horrorizado, muerto de miedo, cayó al suelo por no poder contenerse. En aquella posición permaneció largo rato, temblando y rechinando los dientes, incapaz de alejarse de aquella visión espeluznante.
—¡Qué horrible! —exclamó—. ¡En qué espantosa guarida he caído! ¡Si Buda no viene en mi auxilio estoy perdido! ¿Es posible que esa buena vieja sea realmente el trasgo antropófago? ¡Cuando vuelva se me presentará en su verdadera forma y me comerá de un bocado!
Esta idea le devolvió las fuerzas y, cogiendo el sombrero y la alforja, salió corriendo cuanto sus pies le permitían. Corría en la noche sin mirar dónde ponía los pies, pensando sólo en alejarse del antro del trasgo. No se había alejado mucho, cuando oyó pasos detrás de él y una voz que gritaba:
—¡Detente! ¡Detente!
Corrió redoblando la marcha, sin hacer caso, y a su espalda resonaban los otros pasos cada vez más cerca, hasta que reconoció la voz de la vieja, más recia cuanto más se acercaba:
—¡Detente! ¡Detente! Mal hombre, ¿por qué mirabas el cuarto prohibido?
El sacerdote olvidó del todo que estaba cansado y sus pies batían el suelo más veloces que nunca. El miedo le prestaba fuerzas, pues sabía que si llegaba a caer en poder del trasgo, sería una de sus víctimas. Con toda su alma repitió su oración a Buda:
—Namu Amida Butsu, Namu Amida Butsu.
Y tras él corría la espantosa bruja, con su cabello dado al viento y su rostro convertido en el de un demonio, ya que ella no era otra cosa. Llevaba en la mano un largo cuchillo ensangrentado y seguía rugiendo tras el sacerdote:
—¡Detente! ¡Detente!
Por fin, cuando el sacerdote ya no podía más con sus piernas, se hizo de día y con las tinieblas de la noche desapareció el trasgo y él se vió salvado. El sacerdote comprendió que se había encontrado con el Trasgo de Adachigahara, cuya historia oyera muchas veces sin creerla. Atribuyó su salvación a la protección de Buda cuyo favor había impetrado, y por tanto, cogió su rosario, inclinándose ante el Sol naciente, rezó sus oraciones en acción de gracias. Luego reanudó el viaje hacia otras comarcas, alejándose con satisfacción de aquella planicie habitada por un genio del mal.