Iván Serguéyevich Turguénev o Turguéniev, fue uno de los grandes escritores rusos del siglo XIX, que destacó en novela y en relato. Un género, el relato, que en la literatura rusa ha tenido tradicionalmente un gran prestigio.
El relato La Guillotina o La ejecución de Tropmann, posee la maestría de reflejar algo tan escurridizo como la condición humana. Además de contar una buena historia alrededor de la ejecución de Tropmann (personaje magnético y misterioso), acusado de asesinato, Iván Turguénev hace un sutil retrato, sin excesivos dramatismos, desde una posición más de observación que de participación, del alma de los hombres en un momento de excitación máxima, cuando otro ser humano es conducido sin remedio hacia la muerte. Fue uno de los relatos más famosos de este genial escritor ruso.
En enero del año en curso (1870), mientras comía en París
en la casa de un viejo amigo mío, recibí de M. Du Camp, el conocido escritor y
experto en las estadísticas de París, una muy inesperada invitación para estar
presente en la ejecución de Tropmann y no sólo en su ejecución: la propuesta
era que yo podría entrar a la prisión misma junto con un pequeño número de
privilegiados.
Aún no se olvida el crimen terrible que cometió Tropmann, pero en esos días París estaba interesado en él y en su inminente ejecución tanto, si no era que más, como en el más reciente nombramiento del ministro pseudoparlamentario de Olivier o el asesinato de Victor Noir, muerto a manos del príncipe Bonaparte, luego absuelto de modo sorpresivo. En los escaparates de todas las tiendas de fotografías y las papelerías se exhibían hileras enteras de fotos que mostraban a un tipo joven con una gran frente, ojos oscuros y labios gruesos, el “famoso” asesino de Pantin (de l’i- llustre assassin de Pantin), y ya desde tardes atrás miles de trabajadores se reunían en los alrededores de la prisión Roquette a la vana espera de que se instalara la guillotina, y sólo se dispersaban hasta la medianoche. Como la propuesta de M. Du Camp me tomó por sorpresa, la acepté sin pensarlo mucho. Y como le prometí llegar al lugar fijado para reunimos en la estatua del Prince Eugene, en el bulevar del mismo nombre, a las 11 en punto de la noche no quise faltar a mi palabra. Un falso orgullo me impidió hacerlo. ¿Y qué tal si ellos pensaban que yo era un cobarde por no ir? Como un castigo contra mí mismo y como una lección para otros ahora me gustaría contar todo lo que vi. Intento revivir en mi memoria todas las dolorosas impresiones de esa noche. No sólo la curiosidad del lector quedará satisfecha: algún beneficio podrá derivar de mi historia.
Aún no se olvida el crimen terrible que cometió Tropmann, pero en esos días París estaba interesado en él y en su inminente ejecución tanto, si no era que más, como en el más reciente nombramiento del ministro pseudoparlamentario de Olivier o el asesinato de Victor Noir, muerto a manos del príncipe Bonaparte, luego absuelto de modo sorpresivo. En los escaparates de todas las tiendas de fotografías y las papelerías se exhibían hileras enteras de fotos que mostraban a un tipo joven con una gran frente, ojos oscuros y labios gruesos, el “famoso” asesino de Pantin (de l’i- llustre assassin de Pantin), y ya desde tardes atrás miles de trabajadores se reunían en los alrededores de la prisión Roquette a la vana espera de que se instalara la guillotina, y sólo se dispersaban hasta la medianoche. Como la propuesta de M. Du Camp me tomó por sorpresa, la acepté sin pensarlo mucho. Y como le prometí llegar al lugar fijado para reunimos en la estatua del Prince Eugene, en el bulevar del mismo nombre, a las 11 en punto de la noche no quise faltar a mi palabra. Un falso orgullo me impidió hacerlo. ¿Y qué tal si ellos pensaban que yo era un cobarde por no ir? Como un castigo contra mí mismo y como una lección para otros ahora me gustaría contar todo lo que vi. Intento revivir en mi memoria todas las dolorosas impresiones de esa noche. No sólo la curiosidad del lector quedará satisfecha: algún beneficio podrá derivar de mi historia.
2
Una pequeña multitud nos esperaba ya a Du Camp y a mí en
la estatua de Prince Eugene. Entre ellos estaba M. claude, el comisionado de
policía de París (chef de la pólice de sürete), a quien Du Camp me presentó.
Los otros eran, como yo, visitantes privilegiados, periodistas,
reporteros, etc. Du Camp me había advertido que muy probablemente tendríamos
que pasar una noche sin dormir en la oficina del gobernador de la prisión. La
ejecución de los criminales condenados tiene lugar en el invierno y a las siete
en punto de la mañana; pero uno tiene que estar en la prisión antes de la
medianoche a riesgo de luego no poder abrirse paso entre la multitud. Hay sólo
unos ochocientos metros de la estatua de Prince Eugene a la prisión Roquette,
pero hasta entonces yo no pude ver nada que se saliera de lo habitual. Había
una cosa, sin embargo, que uno no podía dejar de notar: casi toda la gente iba
y algunos, especialmente las mujeres, lo hacían corriendo en la misma
dirección. Además, refulgían las luces de todos los cafés y tabernas, lo cual
es muy raro en los barrios remotos de París, y sobre todo a esa hora de la
noche. La noche no estaba muy neblinosa, sino opaca, húmeda aunque sin lluvia,
y fría sin escarcha, una típica noche francesa de enero. M. Claude dijo que era
hora de irnos, y fuimos. El conservaba la jovialidad imperturbable de un hombre
de oficio en quien tales eventos no despertaban sentimiento alguno, a excepción
quizá del deseo de cumplir con su triste deber lo antes posible. M. Claude era
un hombre de unos cincuenta años, de mediana estatura, robusto, amplio de
hombros, con una cabeza redonda, pelo cortado al rape, y rasgos pequeños, casi
diminutos. Sólo su frente y su barbilla, y su nuca, tenían una amplitud
extraordinaria; su energía resuelta brotaba de su voz seca y pareja; de sus
ojos gris pálido; de sus dedos cortos, fuertes; y de sus movimientos sin prisa
pero firmes. Se decía que era un experto en su profesión, que inspiraba un
terror mortal en todos los ladrones y asesinos. Los crímenes políticos no eran
parte de sus tareas. Su asistente. M. J a quien Du Camp también
admiraba mucho, parecía un hombre amable, casi sentimental y sus modales eran
mucho más refinados. Con la excepción de estos dos caballeros y quizá Du Camp,
todos nos sentíamos un poco torpes ¿o eso sólo me lo parecía a mí? y un poco
avergonzados, también, aunque caminábamos juntos de manera rápida como en una
expedición de caza.
Mientras más nos acercábamos a la prisión, más atiborradas
estaban las calles, aunque no había verdaderas multitudes aún. No se oían
gritos, ni siquiera conversaciones ruidosas; era evidente que el “espectáculo”
aún no había comenzado. Sólo nos rodeaban los golfillos callejeros; con las
manos metidas en los bolsillos de sus pantalones y las gorras jaladas hasta los
ojos, ellos vagaban por ahí con ese modo especial de caminar a un tiempo con
dejadez y presteza, que sólo puede verse en París y que en un pestañear de ojos
puede cambiarse a un pegar la carrera y brincar como un mono.
¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Es él! gritaron a nuestro
alrededor unas cuantas voces.
¡Qué cosa tan curiosa!
me dijo Du Camp de repente: ¡Lo han confundido a usted con el verdugo!
¡Un comienzo encantador! pensé.
El verdugo de París, Monsieur de Paris, a quien conocí
esa misma noche, es tan alto y tan canoso como yo.
Pero pronto llegamos a una plaza larga, aunque no muy
amplia, cercada a ambos lados por dos construcciones como barracas de aspecto
tétrico y arquitectura burda: era la Plaza de la Roquette. A la izquierda
estaba la prisión para los criminales jóvenes (prison des jeunes détenus), y a
la derecha estaba la casa de los prisioneros condenados (maison de dépôt pour
les condamnés), o prisión de la Roquette.
3
Un pelotón de soldados se había colocado de cuatro en
fondo a través de la plaza, y a unos sesenta metros del anterior había otro
pelotón también de cuatro en fondo. Por regla, ningún soldado está presente en
una ejecución, pero esta vez, en vista de la “reputación” de Tropmann y el
estado actual de la opinión pública, excitada por el asesinato de Noir, el
gobierno creyó necesario tomar medidas especiales y no dejar la preservación de
la ley y el orden sólo a la policía. Las puertas principales de la prisión de
la Roquette estaban exactamente en el centro del espacio vacío, cercado por los
soldados. Unos cuantos sargentos de policía caminaban lentamente, de arriba
abajo, frente a las puertas; un oficial de policía joven, más bien gordo, con
un kepis bordado ricamente de manera nada habitual (así se presentaba el
inspector en jefe de ese barrio de la ciudad), se avalan- 7.6 sobre nuestro
grupo con tanta insolencia que me recordó los viejos tiempos en mi amado país,
pero, al reconocer a sus superiores, se apaciguó. Nos metieron al pequeño
cuarto de guardias junto a las puertas con inmensas precauciones, abriendo
apenas las puertas y luego de un examen y un interrogatorio preliminares nos
hicieron cruzar dos patios interiores, uno grande y otro pequeño, hacia los
aposentos del gobernador. El gobernador, un hombre alto, firme, con un imperial
bigote gris, tenía la cara típica de un oficial francés de infantería, una
nariz aguileña, ojos fijos y rapaces y un cráneo pequeño. Nos recibió muy
cortés y amablemente pero, incluso sin él notarlo, cada gesto suyo, cada
palabra suya mostraban de golpe que él era un “tipo de confiar” (un gaillard
solide), un servidor absolutamente leal que no dudaría en llevar a cabo
cualquier orden de su jefe. De hecho, había demostrado su celo en la acción: en
la noche del coup detat del 2 de diciembre, ocupó con su batallón las imprentas
del Moniteur. Como un caballero de verdad, puso a nuestra disposición todo su
departamento. Tal departamento estaba en el segundo piso del edificio principal
y consistía en cuatro habitaciones muy bien equipadas; en dos de ellas el fuego
estaba prendido en las chimeneas. Una pequeña perra sabueso italiana con una
pierna dislocada y una expresión luctuosa en sus ojos como si ella, también, se
sintiera en prisión rengueaba por ahí, moviendo la cola, yendo de un tapete a
otro. Ahí estábamos ocho de los visitantes; a algunos de ellos los reconocí por
sus fotografías (Sardou, Albert Wolf), pero no me sentí como para hablar con
ninguno de ellos. Todos nos sentamos en las sillas de la sala (Du Camp había
salido con M. Claude). Sobra decir que Tropmann se volvió el tema de
conversación y, como quien dice, el centro de todos nuestros pensamientos. El
gobernador nos dijo que Tropmann estaba dormido desde las nueve de la noche, y
que dormía como un tronco; que al parecer suponía qué había ocurrido con su
solicitud de indulto; que le había suplicado a él, al gobernador, que le dijera
la verdad; que insistía con obstinación en que había tenido cómplices de los
cuales se negaba a dar nombres; que probablemente perdería la compostura en el
momento decisivo, pero que había comido con apetito, que no leía libros,
etcétera, etcétera.
Por nuestra parte, algunos nos preguntábamos si debíamos
creer las palabras de un criminal que había demostrado ser un mentiroso sin
remedio, repasábamos los detalles del asesinato, nos preguntábamos qué harían
los frenólogos con el cráneo de Tropmann, hablábamos sobre la cuestión de la
pena de muerte pero todo esto era tan desanimado, tan aburrido, tan
perogrullesco que incluso aquellos que hablaban no se sentían con ganas de
continuar. Hablar de alguna otra cosa era más bien bochornoso
imposible; imposible por el mero respeto a
la muerte, por respeto al hombre que estaba condenado a morir. Nos abrumaba a
todos una sensación de fastidio y tedio sí: tedio e incomodidad: nadie estaba
aburrido realmente, pero esa sensación lúgubre era cien veces peor que el
aburrimiento. Parecía que la noche no tendría fin. Por lo que a mí respecta, de
una cosa estaba seguro: a saber, que yo no tenía derecho de estar donde estaba,
que ninguna consideración psicológica o filosófica me servía de excusa. M.
Claude regresó y nos contó cómo el malafamado Jude se le había escurrido de
entre los dedos y cómo aún tenía la esperanza de atraparlo si es que seguía con
vida. Pero de repente oímos un sonido grave de ruedas y unos instantes después
se nos informó que la guillotina había llegado. Todos nos precipitamos a la
calle ¡como si la noticia nos alegrara!
Ante las puertas de la prisión había un carro inmenso,
cerrado, tirado por tres caballos, enganchados unos detrás del otro; otro carro
de dos ruedas, más pequeño y bajo, que parecía una caja oblonga y tirada por
sólo un caballo, se había detenido un poco más allá. (Ese carro, como supimos
después, era para llevar al cementerio el cuerpo del muerto inmediatamente
después de la ejecución.) Podía verse a unos cuantos trabajadores con camisas
cortas alrededor de los carros, y un hombre alto con un sombrero redondo, de
corbata blanca y un chai ligero sobre sus hombros, daba órdenes en un tono
bajo… Ese era el verdugo. Todas las autoridades el gobernador de la prisión, M.
Claude, el inspector de policía del distrito, y otros lo rodeaban y lo
saludaban. “Ah, ¡Monsieur Indric!, bon soir, ¡Monsieur Indric.r. (Su nombre
verdadero era Heidenreich: es alsaciano.) Nuestro grupo, también, caminó hacia
él: él se volvió por un momento el centro de nuestra atención. Había cierta
familiaridad tensa pero respetuosa en la manera en que todos lo trataban. “¡No
te miramos hacia abajo porque tú eres, después de todo, una persona
importante!”. Algunos de nosotros, es probable que sólo por alardear, incluso
le estrechamos la mano. (Tenía un par de hermosas manos de una blancura
notable.) Recordé un verso del Follara de Pushkin:
El verdugo…
Jugando con sus blancas manos…
M. Indric se conducía de manera sencilla, gentil y
cortés, pero no sin un toque de gravedad patriarcal. Era como si sintiera que
esa noche nosotros lo mirábamos como alguien que era sólo segundo en
importancia después de Tropmann y, por decirlo así, su primer ministro.
Los trabajadores abrieron el carro grande y empezaron a
sacar todas las partes componentes de la guillotina, que tenían que levantar a
unos cinco metros de las puertas de la prisión.1 Dos linternas empezaron a
moverse aquí y allá justo encima del terreno, iluminando los adoquines pulidos
de la calzada con pequeños y brillantes círculos de luz. Vi mi reloj ¡apenas
eran las doce y media!. Todo se había vuelto más lerdo y frío. Había ya
alrededor un gran número de gente; y detrás de las líneas de los soldados,
rodeando el espacio vacío enfrente de la prisión, se alzaba el ruidero
ininterrumpido y confuso de las voces humanas. Caminé hacia los soldados: se
habían quedado quietos luego de acercarse un poco más entre sí y romper la
simetría original de sus filas. Sus rostros sólo expresaban frío y un
aburrimiento paciente y sumiso; e incluso los rostros que yo podía discernir
detrás de los chacos y los uniformes de los soldados, y detrás de las levitas y
los tricornios de los policías; incluso las caras de los trabajadores y los
artesanos expresaban casi la misma cosa, sólo con el añadido de una especie de
indefinible ironía. Enfrente, desde atrás de la multitud que masivamente se
agitaba y apretujaba, uno podía oír exclamaciones como: ¡Ohé Tropmann! ¡Ohé
Lambert! ¡Fallaitpasqu’y aille! Gritos, silbidos agudos. Uno podía distinguir
con claridad un pleito por obtener un sitio, el fragmento de una canción cínica
venía arrastrándose como una serpiente y había una súbita explosión de
risotadas, que al instante tomaba a la multitud y que terminaba en un rugido de
groseras carcajadas”. La “cosa de veras” aún no había empezado; uno no podía
oír los gritos anti-dinásticos que todos esperarían, ni todas las muy familiares,
y amenazantes, reverberaciones de La Marsellesa.
Regresé al lugar cerca de la guillotina que se alzaba
lentamente. Cierto caballero, con el pelo rizado y de cara oscura, con un
sombrero flexible y gris, probablemente un abogado, estaba junto a mí y arengaba
a otros dos o tres caballeros con cubreabrigos abotonados hasta el cuello,
sacudía con violencia y de arriba a abajo el índice de su mano derecha,
tratando de demostrar que Tropmann no era un asesino sino un maniaco. “¡Un maniaque! Je vais vous
le prouver! Suivez mon raisonnement!’, seguía diciendo. “¡Son mobile n’était
pas l’assassinat, mais un orgueil que je nommerais volontiers démesuré! /Suivez
mon raisonnement!’. Los caballeros con los
cubreabrigos “seguían su razonamiento” pero, a juzgar por sus expresiones, él
apenas los estaba convenciendo; y el trabajador que se sentó sobre la
plataforma de la guillotina los miraba con abierto desprecio. Yo regresé al
departamento de la prisión del gobernador.
Unos cuantos de nuestros colegas ya estaban reunidos ahí.
El obsequioso gobernador les convidaba vino caliente. De nuevo empezaron a
discutir si Tropmann estaba aún dormido, sobre qué estaría sintiendo y si oía o
no el ruido de la gente a pesar de la distancia que separaba a su celda de la
calle. El gobernador nos enseñó un montón de cartas dirigidas a Tropmann quien,
como nos aseguró el mismo gobernador, se había negado a leerlas. Al parecer la
mayoría de ellas estaban llenas de bromas tontas, pero había también algunas
serias en las que instaban a Tropmann a arrepentirse y a confesarlo todo; un
clérigo metodista había enviado toda una tesis teológica de veinte páginas;
había también notas breves de damas que incluso habían incluido flores
margaritas y pensamientos en algunas
de ellas. El gobernador de la prisión nos dijo que Tropmann había intentado que
el boticario de la prisión le diera algún veneno y había escrito una carta para
solicitarlo, carta que el boticario, por supuesto, turnó de inmediato a las
autoridades. No pude evitar la sensación de que nuestro digno anfitrión más
bien no podía explicarse nuestro interés en un hombre como Tropmann que, en su
opinión, era un animal salvaje y repugnante, y casi adjudicó tal interés a la
ociosa curiosidad de hombres civiles y mundanos, los “ricos ociosos”. Después
de una breve plática simplemente nos arrastramos hacia diferentes esquinas.
Durante toda esa noche vagamos por ahí como almas en pena. “comme des ames en
peiné’, como dicen los franceses; entramos en cuartos, nos sentamos muy juntos
en las sillas de la sala, preguntábamos por Tropmann, veíamos el reloj,
bostezábamos, bajábamos por las escaleras rumbo al patio y salíamos de nuevo a
la calle, volvíamos, nos sentábamos otra vez… Algunos contaban historias de
salón, intercambiaban triviales noticias personales. tocaban de paso temas de
política, teatro, el asesinato de Noir; otros intentaban hacer chistes, decir
algo ingenioso pero, de alguna manera, nada de eso salía bien: sólo provocaba
una especie de risa desagradable, que se cortaba de inmediato, y una especie de
falsa aprobación. En el primero de los cuartos encontré un pequeño sofá y, de
alguna manera, logré recostarme sobre él. Traté de dormir pero, por supuesto,
no pude. No logré dormitar ni un momento.
El ruido distante y vacío de la multitud se oía cada vez
más fuerte, más hondo y más y más firme. A las tres en punto, según M. Claude,
quien seguía entrando al cuarto, se sentaba en una silla, se dormía de golpe y
desaparecía de nuevo cuando lo llamaba alguno de sus subordinados, allá afuera
había reunidas más de veinticinco mil personas. El ruido me impactó por su
parecido con el rugido distante del mar: el mismo tipo de interminable
crescendo wagneriano; no algo que se elevara continuamente, sino con inmensos
intervalos entre el flujo y la resaca; las notas agudas de las voces de mujeres
y niños se alzaban en el aire como una brisa delgada en ese ruido enorme y
rugiente; en él podía discernirse el poder bruto de alguna fuerza elemental.
Por un momento disminuía y callaba, luego el barullo comenzaba de nuevo, crecía
y se hinchaba, y al siguiente momento parecía a punto de golpear, como si
quisiera derribarlo todo, y luego se retiraba de nuevo, se silenciaba, y se
hinchaba de nuevo -y al Cartas marcadas parecer no había un fin. ¿Y, no pude
evitar preguntarme, qué significaba este ruido? ¿Impaciencia, alegría,
malintención? ¡No! No servía como eco de ningún sentimiento aislable, humano…
Era simplemente el retumbar y el rugir de alguna fuerza elemental.
6
Cerca de las tres de la mañana era como la décima vez en
que yo salía a la calle. La guillotina estaba lista. Sus dos maderos, separados
unos sesenta centímetros, con la línea curvada de la cuchilla que los unía, se
veían más pálidos y extraños que terribles contra el cielo oscuro. Por algún
motivo me imaginé que esos maderos debían estar más separados entre sí; su
proximidad le daba a toda la máquina una especie de siniestra simetría, la
simetría de un cuello de cisne larga y cuidadosamente estirado. La canasta
grande, de mimbre marrón, parecida a una maleta, me creó una sensación de
repugnancia. Sabía que los verdugos tirarían en esa canasta el cuerpo muerto,
tibio y aún temblante, y la cabeza cortada… Los policías montados (garde
municipale), que habían llegado un poco antes, tomaron sus puestos formando un gran
semicírculo ante la fachada de la prisión; de cuando en cuando los caballos
relinchaban, mordisqueaban sus frenos y sacudían las cabezas; grandes gotas de
espuma blanca podían verse sobre la calle entre sus patas delanteras. Los
jinetes se adormecían sombríamente bajo sus gorras de piel de oso, cubiertos
hasta los ojos. Las filas de soldados, que cortaban la plaza y contenían a la
multitud, se hicieron hacia atrás: ahora no había sesenta sino noventa metros
de espacio vacío frente a la prisión. Me acerqué a una de esas filas y miré
rato largo a la gente amontonada detrás de ella; sus gritos eran en realidad
elementales, es decir, sin sentido. Aún recuerdo la cara de un obrero, un joven
de unos veinte años: ahí estaba sonriendo, con los ojos fijos sobre el piso,
como si estuviera pensando en algo divertido; de pronto alzó la cabeza, abrió
la boca lo más que pudo y comenzó a gritar en una voz alargada, sin palabras,
luego volvía a bajar la cabeza y empezaba a sonreír de nuevo. ¿Qué ocurría
dentro de ese hombre? ¿Por qué se entregaba a una penosa noche en vela, a casi
ocho largas horas de inmovilidad? Mis oídos no captaron ningún fragmento de
conversación; sólo ocasionalmente se abría paso entre el rugido incesante el
grito agudo de un pregonero que vendía un folleto sobre Tropmann, sobre su
vida, su ejecución e incluso sobre sus “últimas palabras”… O. de nuevo, una
discusión brotaba a lo lejos, o había un ominoso estallido de risa o algunas
mujeres empezaban a chillar… Esta vez oí La Marsellesa, pero sólo la cantaban
unos cinco o seis hombres y eso, también, con interrupciones. La Marsellesa
adquiere significancia sólo cuando la cantan miles. ¡A bas Pierre Bonaparte!
gritó alguien lo más fuerte que pudo. ¡Oh-oh-ah- ah! respondió la multitud en
un rugido incoherente. En algunas partes los gritos tomaban el ritmo medido de
una polka: ¡un-dos-tres-cuatro!, ¡un-dos-tres-cuatro!, siguiendo la tonada muy
conocida de des lampions. De la multitud llegaba un fuerte y fétido aliento de
humores alcohólicos: todos estos cuerpos habían bebido una gran cantidad de
vino: había ahí una gran cantidad de borrachos. No por nada las tabernas
brillaban con luces rojas en los alrededores de este escenario. La noche se
había oscurecido por completo; el cielo se había nublado totalmente y ya estaba
negro. Había pequeñas figuras entre los escasos árboles, asomándose
indistintamente entre la oscuridad como fantasmas: se trataba de golfillos
callejeros que habían trepado a los árboles y estaban sentados entre las ramas,
silbando y chillando como pájaros. Uno de ellos se había caído y. se dice,
quedó muy malherido, con la espina rota, pero sólo despertó risas y eso
también, por corto tiempo.
Cuando iba de regreso al departamento del gobernador de
la prisión, pasé junto a la guillotina y sobre su plataforma vi al verdugo
rodeado por una pequeña multitud de curiosos. El verdugo llevaba a cabo un
“ensayo” para ellos; bajó el tablón con bisagra, al cual se ataba al criminal y
el cual, al caer, tocaba la ranura semi-circular entre los maderos; dejó caer
la cuchilla, que bajó corriendo pesada y sin obstáculos con un rugido rápido y
hueco; y así por el estilo. No me detuve a mirar este “ensayo”, es decir, no me
subí a la plataforma: la sensación de alguna no sabida transgresión cometida
por mí mismo, la sensación de una vergüenza secreta, crecía dentro de mí cada
vez con más fuerza… Es quizás a esta sensación a la que debo adjudicar el hecho
de que los caballos, atados a los carros y masticando con calma su avena en sus
cebaderos, me parecieron en ese momento las únicas criaturas inocentes entre
todos nosotros.
Una vez más regresé a la soledad de mi pequeño sofá y una
vez más comencé a escuchar el rugido de las rompientes sobre la costa….
Contrario a lo que se afirma generalmente, la última hora
de espera pasa mucho más rápido que la primera y. de modo más especial, que la
segunda o que la tercera… Así fue esta vez. Nos sorprendió la nueva de que
habían dado las seis y de que sólo faltaba una hora para el momento de la
ejecución. Debíamos ir a la celda de Tropmann exactamente en media hora: a las
seis y media. Todos los rastros de sueño desaparecieron de todas las caras. No
sé qué sentían los otros, pero en el fondo del corazón yo me sentí
terriblemente mal. Aparecieron nuevas figuras: un sacerdote, un hombre pequeño
y canoso con un carita delgada que brillaba entre su negra y larga sotana con
un listón de la Legión d’Honneur, y un sombrero bajo de amplias alas. El
gobernador de la prisión preparaba para nosotros una especie de desayuno, une
collation-, en la mesa redonda de la sala aparecieron grandes tazas de
chocolate… Ni siquiera me acerqué a ellas, aunque nuestro hospitalario
anfitrión me aconsejó que me fortificara, “porque el aire de la mañana podría
ser dañino”. El hecho de comer, en ese momento, me pareció repugnante. Dios
mío, una fiesta en un momento así. “No tengo derecho”, me seguí diciendo a mí
mismo por centésima vez desde el comienzo de aquella noche.
¿El todavía está dormido? preguntó uno de nosotros,
sorbiendo su chocolate.
(Todos hablaban de Tropmann sin referirse a él por su
nombre: no había dudas de que había un solo él.)
Sí, está dormido contestó el gobernador de la prisión.
¿A pesar de este terrible alboroto?
(El ruido, de hecho, había subido de modo extraordinario
hasta volverse una especie de rugido ronco: los coros ominosos, que ya no
estaban en crescendo, retumbaban de un modo victorioso, alegre.)
Su celda está detrás de tres muros contestó el gobernador
de la prisión.
M. Claude. a quien el gobernador de la prisión trataba de
manera evidente como a la persona más importante entre nosotros, miró su reloj
y dijo: “Seis y veinte”.
Debimos, espero, haber sentido un temblor interno, pero
tan sólo nos pusimos nuestros sombreros y salimos ruidosamente detrás de
nuestro guía.
¿Dónde comes hoy? preguntó un reportero en voz alta.
Pero eso nos impactó a todos como algo muy poco natural.
8
Salimos hacia el gran patio de la prisión; y ahí, en la
esquina derecha ante una puerta a medio cerrar, ocurrió algo parecido a cuando
alguien pasa lista; luego nos condujeron a un cuarto largo, estrecho y por
completo vacío con un taburete de cuero en el centro.
Aquí es donde tiene lugar la toilette du condamné, me
susurró Du Camp.
No todos entramos ahí: sólo había diez de nosotros,
incluyendo el gobernador de la prisión, el sacerdote. M. Claude y su asistente.
Durante los siguientes dos o tres minutos que pasamos en ese cuarto (ahí se
firmó algún tipo de documentos oficiales), el pensamiento de que no teníamos
derecho de hacer lo que estábamos haciendo, de que al estar presentes con un
aire de hipócrita solemnidad en la muerte de un prójimo no hacíamos sino llevar
a cabo una farsa odiosa e inicua; ese pensamiento cruzó por mi mente por última
vez: en cuanto salimos, siempre detrás de M. Claude, junto con el amplio
corredor de piedra, anémicamente iluminado por dos lámparas, ya no sentí nada
excepto el ahora, el ahora: este minuto, este segundo… Subimos con rapidez dos
escaleras rumbo a otro corredor, lo cruzamos, bajamos por una estrecha escalera
en espiral y nos encontramos ante una puerta de hierro… ¡Aquí es!
El guardia abrió la puerta con cautela. La abrió despacio
y todos entramos también despacio y en silencio en un cuarto más bien espacioso
con paredes amarillas, una ventana alta y con barrotes y una cama revuelta con
nadie en ella… La luz firme de una lámpara grande iluminaba con mucha claridad
todos los objetos en el cuarto.
Yo estaba parado un poco detrás de los otros y. recuerdo,
arrugaba los ojos de modo involuntario; sin embargo, de golpe vi, en diagonal
opuesta, una cara joven, de pelo negro, ojos negros que, moviéndose lentamente
de izquierda a derecha, nos miraba a todos desde unos ojos inmensos y redondos.
Ese era Tropmann. Se había despertado antes de que llegáramos. Estaba parado
frente a la mesa en la que acababa de escribir una (aunque muy trivial) carta
de despedida a su madre. M. Claude se quitó el sombrero y avanzó hacia él.
Tropmann, dijo en su voz seca, suave, y no obstante
perentoria: hemos venido a informarte que tu petición para que condonaran tu
pena fue desechada y que ha llegado la hora de que pagues.
Tropmann volvió los ojos hacia él, pero ya no eran
“inmensos”; miraba con calma, casi con somnolencia, y no pronunció palabra.
¡Hijo mío!, exclamó el cura bobamente, aproximándose a él
por el otro lado: “¡Du courage.r.
Tropmann lo miró igual que había mirado a M. Claude.
Sabía que él no tendría miedo, dijo M. Claude en un tono
confidencial, dirigiéndose a todos nosotros. Ahora que él ha resistido el
primer impacto (le premier choc) puedo responder por él.
(Igual que lo hace un maestro de escuela, deseando
halagar a su pupilo, cuando le dice de antemano que es “un muchacho listo”.)
Oh, yo no tengo miedo (¡Oh!¡Je n’ai pas peur!), dijo
Tropmann, dirigiéndose de nuevo a M. Claude. Yo no tengo miedo.
Su voz, que era la de un agradable barítono lleno de
juventud, tenía una perfección pareja.
El cura sacó de su bolsillo una pequeña botella.
¿No quieres un poco de vino, hijo mío?
No, gracias, respondió Tropmann cortésmente, con una
pequeña caravana. M. Claude se dirigió a él de nuevo.
¿Insistes en que no eres culpable del crimen por el que
te han condenado?
¡Yo no di el golpe! (Je n’ai pas frappé!).
¿Y entonces…?, se interpuso el gobernador de la prisión.
¡Yo no di el golpe!
(En el pasado reciente, Tropmann, como todos saben, había
afirmado, contrario a sus testimonios previos, que él en efecto había llevado a
la familia Kink al sitio en que fueron asesinados, pero que los asesinos habían
sido sus socios, y que incluso la herida que tenía en su mano se debía a su
intento por salvar a uno de los niñitos. Sin embargo, durante su proceso había
dicho tantas mentiras como pocos criminales.)
¿Y aún afirmas que tuviste cómplices?
—Sí.
Pero no vas a decir sus nombres, ¿o sí?
No puedo y no lo haré. No lo haré. Tropmann alzó la voz y
su cara se enrojeció. Parecía a punto de enojarse.
Oh, no importa, no importa, dijo M. Claude con prisa,
como dando a entender que había hecho esas preguntas sólo como una formalidad y
que ahora debían hacerse otras cosas…
Tropmann tenía que desvestirse.
Dos guardias fueron hacia él y comenzaron a quitarle la
camisa de fuerza (camisola de forcé) que usaba en la prisión, una especie de
blusa de tela tosca azulosa, con correas y hebillas detrás, largas mangas
cosidas, al final de la cual había fuertes tiras de cordel apretadas abajo de
la cintura. Tropmann estaba de lado, a medio metro de mí. Nada me impidió
examinar su rostro cuidadosamente. Podía describirse como un rostro apuesto de
no ser por los desagradables labios hinchados, que le inflamaban un poco
demasiado la boca y la levantaban hacia arriba como un embudo, justo como en
los animales, y detrás de sus labios había dos hileras de dientes en mal
estado, escasos y como un abanico. Tenía el pelo espeso, oscuro, levemente
ondulado, cejas largas, ojos saltones, una frente amplia y despejada, una nariz
regular, ligeramente aguileña, pequeños pelos negros sobre la barbilla… Si uno
se encontrara a este hombre fuera de la prisión y no en tales alrededores, él,
sin duda, le causaría una buena impresión a uno. Cientos de caras así podrían
verse entre los jóvenes trabajadores de las fábricas, pupilos de instituciones
públicas, etc. Tropmann era de mediana estatura y con una figura juvenilmente
delgada y esbelta. Me parecía un muchacho muy crecido y, de hecho, aún no tenía
veinte años. Tenía una complexión natural, saludable, ligeramente rosada; no se
puso pálido ni siquiera cuando entramos… No había duda de que había dormido
toda la noche. No alzaba la vista y su respiración era regular y profunda, como
la de un hombre subiendo una colina empinada. Una o dos veces se sacudía el
pelo como si deseara deshacerse de un pensamiento atribulado, echaba la cabeza
hacia atrás, daba un rápido vistazo al techo y emitía un suspiro apenas
perceptible. Con la excepción de aquellos movimientos momentáneos, casi
involuntarios, nada en él exhibía, ya no digamos, miedo, sino ni siquiera
agitación o angustia. Nosotros estábamos, estoy seguro, más pálidos y más
agitados que él. Cuando sus manos quedaron libres de las mangas cosidas de su
camisa de fuerza, sostuvo esta camisa enfrente de él, sobre su pecho, con una
sonrisa complacida, mientras se la desabrochaban de la espalda; así se
comportan los niños pequeños cuando los desvisten. Luego él mismo se quitó la
camisa, se puso otra camisa limpia, y cuidadosamente se abotonó el cuello… Era
extraño ver los movimientos libres, rápidos de aquel cuerpo al descubierto,
aquellos miembros desnudos contra el escenario amarillento de la pared de la
prisión…
Luego se agachó y se puso sus botas, golpeando
ruidosamente con sus talones y las plantas de sus pies contra el piso para
asegurarse de que sus pies habían entrado bien en las botas. Todo esto lo hizo
jovialmente y sin ninguna muestra de apremio casi con alegría, como si lo hubieran
invitado a dar una caminata. El guardaba silencio y nosotros guardábamos
silencio. Meramente intercambiábamos miradas, encogiendo los hombros
involuntariamente por la sorpresa. A todos nos impactaba la sencillez de sus
movimientos, una sencillez que, como cualquier otra manifestación serena y
natural de la vida, llegaba casi a la elegancia. Uno de nuestros colegas, al
que por casualidad me encontré después durante ese día. me dijo que durante
toda nuestra estancia en la celda de Tropmann, él se había imaginado que no era
el año de 1870 sino 1794, que no éramos ciudadanos comunes y corrientes sino
jacobinos, y de que llevábamos a su ejecución no a un asesino común sino a un
marqués-legitimista, un ¡ci-devant, un talón rouge, monsieur!
Se ha observado que cuando a la gente condenada a muerte
les leen sus sentencias, caen en una completa insensibilidad y, como quien
dice, mueren y se ven destruidos de antemano; o bien alardean y se comportan
con descaro; o también se dan a la desesperanza, lloran, tiemblan y ruegan
misericordia… Tropmann no pertenecía a ninguna de estas categorías y por eso
intrigó hasta al mismo M. Claude. Déjenme decir, de paso, que si Tropmann
hubiera comenzado a aullar y a llorar, ciertamente mis nervios no lo habrían
soportado y yo habría huido de ahí. Pero a la vista de tal compostura, esa
sencillez y, como quien dice, esa modestia, todos los sentimientos dentro de
mí, todos los sentimientos de repugnancia por un asesino despiadado, un
monstruo que les había cortado las gargantas a unos niñitos mientras lloraban:
¡Maman! ¡Maman!, el sentimiento de compasión, finalmente, por un hombre al que
la muerte estaba a punto de tragarse, desaparecieron para disolverse en… un
sentimiento de azoro. ¿Qué era lo que sostenía a Tropmann? ¿Era el hecho de que
aunque no alardeó, sí, en efecto “creó un personaje” ante espectadores, nos dio
su última actuación? ¿O era una innata ausencia de miedo, o una vanidad
despertada por las palabras de M. Claude, el orgullo de la lucha que debía
llevarse hasta el final o algo más, algún sentimiento aún no adi- vinable?… Ese
fue un secreto que Tropmann se llevó a la tumba. Algunos están aún convencidos
de que Tropmann no estaba en sus cabales. (Mencioné previamente al abogado con
el sombrero blanco a quien, por cierto, nunca vi otra vez.) La falta de
motivos, casi podría decir uno, lo absurdo de la aniquilación de toda la
familia Kink sirve hasta cierto grado como una confirmación de ese punto de
vista.
9
Pero de momento él acabó de ponerse las botas e.
irguiéndose, sacudió su cuerpo como diciendo: ¡listo! De nuevo le pusieron la
camisa de fuerza. M. Claude nos pidió que saliéramos y que dejáramos a Tropmann
a solas con el cura. No tuvimos que esperar ni dos minutos en el corredor antes
de que apareciera entre nosotros su pequeña figura con la cabeza erguida y sin
miedo. Sus sentimientos religiosos no eran muy fuertes y quizá llevó a cabo el
último ritual de la confesión ante el cura, quien lo absolvía de sus pecados,
como un mero ritual. Todos los de nuestro grupo con Tropmann en el centro
subimos de inmediato por la estrecha escalera de caracol, por la cual habíamos
descendido un cuarto de hora antes, y de pronto desaparecimos en la mayor
oscuridad: la lámpara de la escalera se había apagado. Fue un momento
espantoso. Todos nos apurábamos en subir, podíamos oír el claqueteo rápido y
áspero de nuestros pies sobre los escalones de hierro, topábamos con los
talones del otro, chocábamos contra los hombros de los otros, a uno se le cayó
el sombrero, uno atrás de mí gritó con enojo: ¡Mais sacrédieu! “¡Prendan una
vela! ¡Dénnos algo de luz!”. Y ahí entre nosotros, junto a nosotros, en la
oscuridad absoluta, estaba nuestra víctima, nuestra presa —ese hombre infeliz—; y ¿quién de todos los que empujaban y pujaban por subir
la escalera era él? ¿No se le ocurriría aprovechar la oscuridad y con toda su
agilidad y, con la determinación que da el estar desesperado, escapar —a dónde—? A
cualquier parte, a alguna esquina remota de la prisión, ¡y ahí mismo golpearse
la cabeza contra el muro! Al menos, se habría matado él mismo…
No sé si estas “aprensiones” le ocurrían a alguien más…
Pero al parecer, eran en vano. Todo nuestro grupo con la pequeña figura en
medio emergió de la parte interior de la escalera rumbo al pasillo. Tropmann
evidentemente era carne de guillotina —y la procesión se encaminó hacia ella.
10
A esta procesión podría llamársele una corretiza.
Tropmann caminaba enfrente de nosotros con pasos rápidos, elásticos, casi
saltarines; era obvio que tenía prisa, y todos nos apresurábamos detrás de él.
Algunos de nosotros, ansiosos por verle la cara una vez más, incluso corrían a
su derecha e izquierda delante de él. Así que cruzamos rápidamente el pasillo y
bajamos con prisa la otra escalera, con Tropmann saltando hasta dos escalones
de un paso y, por fin, nos encontramos en el cuarto largo con el taburete que
ya mencioné y en donde “el aseo del hombre condenado” había de completarse.
Nosotros entramos por una puerta, y por la otra puerta apareció, caminando con
aires de importancia, con una corbata blanca y un “traje” negro, el verdugo,
quien a todo el mundo parecería un diplomático o un pastor protestante. Lo
seguía un hombre viejo, bajo y gordo que llevaba un abrigo negro, su primer
asistente, el ahorcador de Beauvais. El viejo llevaba en la mano una pequeña
maleta de cuero. Tropmann se detuvo ante el taburete. Todos nos colocamos
alrededor de él. El verdugo y su viejo asistente se pusieron a su derecha, el
gobernador de la prisión y M. Clau- de a la izquierda. El viejo abrió la maleta
con una llave, sacó unas cuantas correas, algunas largas y algunas cortas, y
arrodillándose con dificultad detrás de Tropmann, empezó a amarrarle las
piernas. Tropmann pisó accidentalmente el cabo de una de las correas y el
viejo, tratando de jalarla, murmuró dos veces: “Pardon, monsieur y, por último,
tocó a Tropmann en la pantorrilla. Tropmann se volvió de inmediato y con su
acostumbrada y cortés media-caravana levantó el pie y liberó a la correa.
Mientras tanto el cura leía con suavidad oraciones en francés en un librito.
Llegaron otros dos asistentes, le quitaron con rapidez la camisa de fuerza a
Tropmann. le ataron las manos por detrás y empezaron a atar las correas
alrededor de todo su cuerpo. El verdugo en jefe daba órdenes, señalando aquí y
allá con un dedo. Al parecer no había suficientes hoyos en las correas para que
los clavos de hebilla entraran: sin duda, el hombre que había hecho los
agujeros tenía en mente a un hombre mucho más gordo. Primero el viejo buscó en
su maleta. luego registró en todos sus bolsillos, y habiendo revisado todo
cuidadosamente, al final sacó de uno de sus bolsillos un punzón pequeño y
retorcido con el que trabajosamente comenzó a hacer hoyos en las correas; sus
dedos poco hábiles, inflamados de gota, no lo obedecían, y además, el cuero de
las correas era nuevo y grueso. El intentaba hacer un hoyo, y ensayaba: el
clavo de la hebilla no lograba pasar, y él tenía que taladrar un poco más. Fue
evidente que el cura se daba cuenta de que las cosas no estaban siendo como
debían, y, dando miradas furtivas una o dos veces por encima de su hombro,
empezó a alargar las palabras de sus oraciones, como para darle tiempo al viejo
de que arreglara las cosas. Por fin terminó la operación durante la cual, lo
confieso francamente, me cubrió un sudor helado, y todos los clavos de hebilla
entraron donde se requería. Pero luego empezó otra operación. Le pidieron a
Tropmann que se sentara en el taburete, ante el que estaba de pie, y el mismo
viejo gotoso empezó a cortarle el pelo. Sacó un par de pequeñas tijeras y,
torciendo sus labios, cortó primero y con cuidado el cuello de la camisa de
Tropmann, la camisa que acababa de ponerse y de la cual habría sido muy fácil
descoser el cuello de antemano. Pero la ropa era basta y llena de pliegues y resistía
a las hojas de las tijeras no muy afiladas. El verdugo en jefe dio una mirada y
quedó insatisfecho: el espacio que había dejado el corte de la pieza no era
suficiente. Con su mano indicó cuánto más quería que se cortara y el viejo
gotoso se puso a trabajar de nuevo y cortó otro gran pedazo de tela. La parte
delantera del cuello y la parte que daba a la espalda quedaron al descubierto —los omóplatos se hicieron visibles—. Tropmann los encogió ligeramente: hacía frío en el
cuarto. Entonces el viejo se concentró en el pelo. Puso su hinchada mano
izquierda sobre la cabeza de Tropmann, quien a la vez la inclinó
obedientemente, y empezó a cortar el pelo con la derecha. Gruesas hebras de
pelo tieso, castaño oscuro resbalaban sobre los hombros y caían sobre el piso;
uno de ellos rodó hasta mi bota. Tropmann seguía con la cabeza inclinada y de
la misma manera obediente; el cura arrastraba las palabras de las oraciones
incluso con mayor lentitud. Yo no podía quitar los ojos de esas manos, alguna
vez manchadas de sangre inocente, pero ahora reposando tan inertes una sobre
otra: y sobre todo ese cuello esbelto y joven… En mi imaginación no pude
evitar ver una línea que lo cortaba atravesándolo directamente… Ahí, pensé, en
unos cuantos momentos pasaría un hacha de doscientos veinticinco kilos,
haciendo pedazos las vértebras y cortando las venas y los músculos, y no
obstante el cuerpo parecía no estar a la espera de nada de eso: era tan suave,
tan blanco, tan saludable…
No pude evitar preguntarme qué pensaba en ese momento esa
cabeza inclinada de modo tan obediente. Quién sabe si se aferraba con
obstinación y, como dice el dicho, con los dientes apretados, a uno y el mismo
pensamiento: “¡No me voy a quebrar!”. ¿O tenía todo tipo de memorias del
pasado, probablemente las memorias sin importancia, llegándole como relámpagos
en ese momento? ¿O era el recuerdo de la cara de uno de los miembros de la
familia Kink, revolviéndose en la agonía de la muerte, lo que se abría paso en
su cabeza? ¿O simplemente trataba de no pensar —y esa cabeza meramente se repetía a sí misma: “No es
nada, no importa, vamos a ver, hay que ver…”, y lo seguiría repitiendo hasta
que la muerte viniera a machacarla, y no hubiera sitio para recular de ella?
Y el viejito seguía cortando y cortando… El pelo crujía
cuando quedaba atorado por las tijeras. Por fin esta operación también llegó a
su término. Tropmann se levantó con rapidez, sacudió la cabeza… Por lo común,
los prisioneros condenados que aún pueden hablar en este momento le hacen al
gobernador de la prisión una última petición, le recuerdan sobre algún dinero o
algunas deudas que pudieran dejar, agradecen a sus guardias, piden que les
envíen a sus parientes una nota o una hebra de pelo, mandan sus saludos por
última vez —pero resultaba evidente que Tropmann
no era un prisionero común: desdeñaba tales “sentimentalismos” y no dijo una
palabra—. Estaba callado. Esperaba.
Le pusieron una túnica corta sobre los hombros. El verdugo lo tomó por el codo…
—Mira. Tropmann (¡Voyons. Tropmann!) —resonó la voz de M. Claude en la quietud mortal—: Muy pronto, de un minuto a otro, todo llegará a su fin.
¿Aún persistes en afirmar que tuviste cómplices?
—Sí. señor, persisto. (Oui, monsieur, je persiste) —contestó Tropmann con la misma voz placentera y firme de
barítono. y se inclinó ligeramente, como si se disculpara cortésmente y como si
incluso lamentara el que no pudiera responder otra cosa.
—¡Eh bien! ¡Allons!—dijo M. Claude, y todos nos salimos: entramos al patio
grande de la prisión.
11
Eran cinco para las siete, pero el cielo apenas estaba
iluminado y la misma neblina opaca lo cubría todo, ocultando los contornos de
todos los objetos. El rugido de la multitud nos rodeó con una ola atronadora,
intacta, que rajaba los oídos en cuanto atravesamos el umbral. Nuestro pequeño
grupo, que se había adelgazado por el rezago de algunos —y yo también, aunque caminaba junto a los otros, me
mantuve un poco aparte— avanzó
rápidamente sobre la calzada con adoquines del patio hacia las puertas.
Tropmann avanzaba a pasos cortos y ágiles —los grilletes interferían con sus pasos— y de pronto ¡qué joven me pareció, casi un niño! De
súbito las dos mitades de las puertas, como la inmensa boca de un animal, se
abrieron lentamente ante nosotros —y de golpe, como si acompañado por el gran rugido de la
multitud jubilosa que al fin había atisba- do aquello por lo que tanto
esperaba, el monstruo de la guillotina nos miró con sus dos estrechos maderos
negros y su hacha suspendida.
De repente sentí frío, tanto frío que casi me enfermo: me
pareció que ese frío, también, se lanzaba sobre nosotros en el patio a través
de esas puertas. Las piernas me flaquearon. Sin embargo, le eché otra mirada a
Tropmann. De repente reculó echando la cabeza hacia atrás y doblando las
rodillas, como si alguien lo hubiera golpeado en el pecho. “Se va a desmayar”,
murmuró alguien en mi oído… Pero Tropmann se recobró de inmediato y avanzó con
paso firme. Aquellos que queríamos ver cómo rodaría su cabeza nos apresuramos a
llegar a la calle… Yo no tuve el valor para eso: con el corazón hundiéndoseme
me detuve en las puertas…
Vi al verdugo alzarse de repente como una torre negra en
el lado izquierdo de la plataforma de la guillotina: vi a Tropmann separado de
la barahúnda de la gente abajo, trepando los escalones (eran diez escalones —¡tantos como diez!—): lo vi detenerse y volver la cabeza; le oí decir: Dites
á Monsieur Claude… V Lo vi aparecer arriba y a dos hombres asiéndolo a derecha
e izquierda, como moscas sobre una araña: de pronto lo vi caerse hacia adelante
y sus talones dando coces…
Pero aquí me aparté y empecé a esperar, el suelo
moviéndose bajo mis pies… Y me pareció que estuve esperando durante un tiempo
terriblemente largo.1 Pude notar que ante la aparición de Tropmann el rugido de
la multitud parecía de pronto rociar como una gran pelota y —un silencio desalentador cayó sobre todo…—. Ante mí había un centinela, un tipo joven con las
mejillas rojas… Me dio un tiempo exacto de ver cómo de modo ansioso me miraba
con torpe perplejidad y horror… Incluso me dio tiempo de pensar que ese soldado
probablemente era originario de algún villorrio dejado de Dios y que venía de
una familia decente, respetuosa de la ley —¡y las cosas que ahora él tenía que ver!—. Al fin oí un ligero sonido de madera tocando madera:
ese fue el sonido que hizo la parte alta del yugo con la hendedura para el paso
de la cuchilla conforme rodeó el cuello del asesino y se quedó quieta… Entonces
algo descendió de pronto con un aullido vacío y se detuvo con un abrupto sonido
sordo… Justo como si un inmenso animal hubiera vomitado… No se me ocurre mejor
comparación. Me sentí mareado. Todo hormigueaba ante mis ojos…
Alguien me tomó del brazo. Levanté la vista: era M. J.,
el asistente de M. Claude, a quien mi amigo Du Camp, como supe después, le
había encargado que me echara un ojo.
—Está usted muy pálido —me dijo con una sonrisa—. ¿No quiere un trago de agua?
Pero yo le di las gracias y regresé al patio de la
prisión, que me pareció un lugar de refugio contra los horrores del otro lado
de las puertas.
12
Nuestro grupo se reunió a las puertas de la gendarmería
para despedirse del gobernador de la prisión y esperar a que las multitudes se
dispersaran. Yo, también, fui ahí y me enteré de que, mientras yacía sobre la
plancha, Tropmann de pronto sacudió la cabeza a los lados convulsivamente, de
modo que la cabeza no se ajustó al hoyo semicircular. Los verdugos tuvieron que
meterla ahí jalándolo por los pelos, y mientras ellos hacían esto, Tropmann le
mordió el dedo a uno de ellos —al verdugo
en jefe—. Oí también que inmediatamente
después de la ejecución, cuando se llevaban rápidamente de ahí al cuerpo tirado
sobre el carro, dos hombres habían aprovechado los primeros momentos de
confusión inevitable para abrirse paso entre las filas de los soldados y,
arrastrándose hasta llegar bajo la guillotina, empezaron a mojar sus pañuelos
con la sangre que resbalaba entre las hendiduras de las planchas…
Pero yo oí todas esas pláticas como dentro de un sueño.
Me sentía muy cansado —y no era
el único que se sentía así—. Todos se
veían cansados, aunque era obvio que todos ellos se sentían aliviados, como-si
les hubieran quitado un gran peso de encima. Pero ninguno de nosotros,
absolutamente ninguno de nosotros parecía como un hombre que considerara que
había estado presente en la ejecución de un acto de justicia social: todos
trataban de apartarse en espíritu y. como quien dice, sacudirse la
responsabilidad por este asesinato.
Du Camp y yo nos despedimos del gobernador de prisión y
nos fuimos a casa. Todo un torrente de seres humanos, hombres, mujeres y niños
pasaban entre nosotros en desorden y en oleadas descompuestas. Casi todos
estaban callados; sólo los obreros se gritaban ocasionalmente: “¿A dónde vas?
¿Y tú?” y los golfillos callejeros les chiflaban a las cocotas que pasaban por
ahí. ¡Y qué caras tan borrachas, malhumoradas, somnolientas! ¡Qué expresión de
aburrimiento, fatiga, insatisfacción, desengaño: un desengaño lerdo, sin
objeto! No vi muchos borrachos, sin embargo: o ya los habían retirado desde
antes o se habían callado por sí solos. La vida laboral recibía una vez más a
esta gente en su seno —¿y por
qué, a la búsqueda de qué sensaciones, esa gente había dejado su carril por
unas cuantas horas?—. Es
espantoso pensar lo que está oculto ahí…
A unos cuarenta y cinco metros de la prisión detuvimos un
coche, nos subimos en él, y partimos.
En el camino Du Camp y yo discutimos sobre lo que
habíamos visto y sobre lo cual él había dicho muy poco antes (en el número de
enero de la Revue de deux Mondes que ya cité), cosas de mucho peso y sensatas.
Hablamos sobre la barbarie innecesaria, sin sentido, de todo ese acto medieval,
por el que la agonía del criminal se prolongaba media hora (de las seis y
veintiocho minutos a las siete en punto), sobre el horror de todo aquel
desvestirse, vestirse, el corte del pelo, aquellos viajes por los corredores y
subir y bajar de escaleras… ¿Con qué derecho se hacía todo eso? ¿Cómo se
permitía una rutina tan chocante? Y la misma pena de muerte: ¿era posible
justificarla? Habíamos visto la impresión que tal espectáculo causaba en la
gente: y, de hecho, no había ningún rastro del así llamado “aleccionador”
espectáculo. Apenas una milésima parte de la multitud, no más de cincuenta o
sesenta personas, podían haber visto algo en la semi-oscuridad de la madrugada
a una distancia de cuarenta y cinco metros y entre las hileras de los soldados
y las grupas de los caballos. ¿Y el resto? ¿Qué beneficio, por pequeño que
fuera, pudieron obtener de esa noche ebria, insomne, ociosa, depravada? Recordé
al joven obrero que había estado gritando sin sentido y cuya cara yo había
estudiado por varios minutos. ¿Empezaría su día de trabajo como un hombre que
odiara la maldad y la holgazanería más que antes? ¿Y qué decir de mí? ¿Qué
había obtenido de eso? Un sentimiento de asombro involuntario ante un asesino,
un monstruo moral, que podía mostrar desprecio por la muerte. ¿Puede el
legislador desear tales impresiones? ¿De qué “propósito moral” sería posible
hablar después de tantas refutaciones en contra, confirmadas por la experiencia?
Pero no voy a consentir en alegatos: me llevarían
demasiado lejos. Y, de cualquier modo, ¿quién no está consciente de que la
cuestión de la pena de muerte es una de las cuestiones más urgentes que la
humanidad tiene que resolver en este momento? Me daré por satisfecho y
disculparé mi propia curiosidad desubicada si mi registro provee de unos
cuantos argumentos para aquellos que están a favor de la abolición de la pena
de muerte o. al menos, la abolición de las ejecuciones públicas.
FIN
Weimar, 1870
Efectivamente está muy bien.
ResponderEliminarMe encantó este relato de Turguénev. Además de contar una buena historia retrata la condición humana y lo hace con mucha sutileza, sin señalar con el dedo a nadie exactamente. En fin, subiré más relatos que no tengan derechos de autor y me hayan gustado. Así hago yo memoria también.
ResponderEliminarSaludos.