Nunca tengo claro si Tolkien escribió El Señor de los Anillos animado por el inesperado éxito de El Hobbit o bien planteó esta saga desde un principio. Uno de los momentos culminantes de El Hobbit es la Batalla de los Cinco Ejércitos, que resuelve este relato épico, es el fin. Tolkien tiende a narrar las batallas como si estuviera encaramado en una nube y tan solo de vez en cuando se apeara de ella para moverse en primera línea. Es su modo de narrar y a mí me parece muy bien. Aquí dejo, para leer, este fragmento del final de El Hobbit, cuya transformación en trilogía cinematográfica concluye en las próximas Navidades de 2014.
LA BATALLA DE LOS CINCO EJÉRCITOS
«De pronto, sin aviso, los
enanos se desplegaron en silencio. Los arcos chasquearon y las flechas
silbaron. La batalla iba a comenzar.
¡Pero todavía más
pronto, una sombra creció con terrible rapidez! Una nube negra cubrió el cielo.
El trueno invernal rodó en un viento huracanado, rugió y retumbó en la Montana
y relampagueó en la cima. Y por debajo del trueno se pudo ver otra oscuridad,
que se adelantaba en un torbellino, pero esta oscuridad no llegó con el viento;
llegó desde el Norte, como una inmensa nube de pájaros, tan densa que no había
luz entre las alas.
—¡Deteneos! —gritó
Gandalf, que apareció de repente y esperó de pie y solo, con
los brazos
levantados, entre los enanos que venían y las filas que los aguardaban—.
¡Deteneos! —dijo con voz de trueno, y la vara se le encendió con una luz súbita
como el rayo— ¡El terror ha caído sobre vosotros! ¡Ay! Ha llegado más rápido de
lo que yo había supuesto. ¡Los trasgos están sobre vosotros! Ahí llega Bolgo
del Norte, cuyo padre, ¡oh, Dain!, mataste en Moria, hace tiempo. ¡Mirad! Los
murciélagos se ciernen sobre el ejército como una nube de langostas. ¡Montan en
lobos, y los wargos vienen detrás!
El asombro y la
confusión cayó sobre todos ellos. Mientras Gandalf hablaba, la
oscuridad no había
dejado de crecer. Los enanos se detuvieron y contemplaron el
cielo. Los elfos
gritaron con muchas voces.
—¡Venid! —llamó
Gandalf—. Hay tiempo de celebrar consejo. ¡Que Dain hijo de
Nain se reúna en
seguida con nosotros!
Así empezó una
batalla que nadie había esperado; la llamaron la Batalla de los Cinco
Ejércitos, y fue terrible. De una parte luchaban los trasgos y los lobos
salvajes, y por la otra, los Elfos, los Hombres y los Enanos. Así fue como
ocurrió. Desde que el Gran Trasgo de las Montañas Nubladas había caído, los
trasgos odiaban más que nunca a los enanos. Habían mandado mensajeros de acá
para allá entre las ciudades, colonias y plazas fuertes, pues habían decidido
conquistar el dominio del Norte. Se habían informado en secreto, y prepararon y
forjaron armas en todos los escondrijos de las montañas. Luego se pusieron en
marcha, y se reunieron en valles y colinas, yendo siempre por túneles o en la
oscuridad, hasta llegar a las cercanías de la gran Montaña Gunabad del Norte,
donde tenían la capital. Allí juntaron un inmenso ejército, preparado para caer
en tiempo tormentoso sobre los ejércitos desprevenidos del Sur. Estaban
enterados de la muerte de Smaug y el júbilo les encendía el ánimo; y noche tras
noche se apresuraron entre las montañas, y así llegaron al fin desde el norte
casi pisándole los talones a Dain. Ni siquiera los cuervos supieron que
llegaban, hasta que los vieron aparecer en las tierras abruptas, entre la
Montaña Solitaria y las colinas. Cuánto sabía Gandalf, no se puede decir; pero
está claro que no había esperado ese asalto repentino.
Este fue el plan
que preparó junto con el Rey Elfo y Bardo; y con Dain, pues el señor enano ya
se les había unido: los trasgos eran enemigos de todos, y cualquier otra
disputa fue en seguida olvidada. No tenían más esperanza que la de atraer a los trasgos al valle entre los
brazos de la Montaña; y ampararse en las grandes estribaciones del sur y el
este. Aun de este modo correrían peligro, si los trasgos alcanzaban a invadir
la Montaña, atacándolos entonces desde atrás y arriba; pero no había tiempo
para preparar otros planes o para pedir alguna ayuda. Pronto pasó el trueno,
rodando hacia el sureste; pero la nube de murciélagos se acercó, volando bajo
por encima de la Montaña, y se agitó sobre ellos, tapándoles la luz y
asustándolos.
—¡A la Montaña!
—gritó Bardo—, ¡A la Montaña! ¡Tomemos posiciones mientras todavía hay tiempo!
En la estribación
sur, en la parte más baja de la falda y entre las rocas, se situaron los Elfos;
en la del este, los Hombres y los Enanos. Pero Bardo y algunos de los elfos y
hombres más ágiles escalaron la cima de la loma occidental para echar un
vistazo al norte. Pronto pudieron ver la tierra a los pies de la montaña,
oscurecida por una apresurada multitud. Luego la vanguardia se arremolinó en el
extremo de la estribación y entró atropelladamente en Valle. Estos eran los
jinetes más rápidos, que cabalgaban en lobos, y ya los gritos y aullidos
hendían el aire a lo lejos. Unos pocos valientes se les enfrentaron, con un
amago de resistencia, y muchos cayeron allí antes que el resto se retirara y
huyese a los lados. Como Gandalf esperara, el ejército trasgo se había reunido
detrás de la vanguardia, a la que se habían resistido, y luego cayó furioso
sobre el valle, extendiéndose aquí y allá entre los brazos de la Montaña,
buscando al enemigo. Innumerables eran los estandartes, negros y rojos, y
llegaban como una marea furiosa y en desorden.
Fue una batalla
terrible. Bilbo no había pasado nunca por una experiencia tan espantosa, y que
luego odiara tanto, y esto es como decir que por ninguna otra cosa se sintió
tan orgulloso, hasta tal punto que fue para él durante mucho tiempo un tema de
charla favorito, aunque no tuvo en ella un papel muy importante. En verdad
puedo decir que muy pronto se puso el anillo y desapareció de la vista, aunque
no de todo peligro. Un anillo mágico de esta clase no es una protección
completa en una carga de trasgos, ni detiene las flechas voladoras ni las
lanzas salvajes; pero ayuda a apartarse del camino, e impide que escojan tu
cabeza entre otras para que un trasgo espadachín te la rebane de un tajo.
Los elfos fueron
los primeros en cargar. Tenían por los trasgos un odio amargo y frío. Las
lanzas y espadas brillaban en la oscuridad con un helado reflejo, tan mortal
era la rabia de las manos que las esgrimían. Tan pronto como la horda de los
enemigos aumentó en el valle, les lanzaron una lluvia de flechas, y todas
resplandecían como azuzadas por el fuego. Detrás de las flechas, un millar de
lanceros bajó de un salto y embistió. Los chillidos eran ensordecedores. Las
rocas se tiñeron de negro con la sangre de los trasgos.
Y cuando los
trasgos se recobraron de la furiosa embestida, y detuvieron la carga de los
elfos, todo el valle estalló en un rugido profundo. Con gritos de —¡Moria!— y
—¡Dain, Dain!—, los enanos de las Colinas de Hierro se precipitaron sobre el
otro flanco, empuñando los azadones, y junto con ellos llegaron los hombres del
Lago armados con largas espadas.
El pánico dominó a
los trasgos; y cuando se dieron vuelta para enfrentar este ataque, los elfos
cargaron otra vez con bríos renovados. Ya muchos de los trasgos huían río abajo
para escapar de la trampa; y muchos de los lobos se volvían contra ellos
mismos, y destrozaban a muertos y heridos. La victoria parecía inmediata cuando
un griterío sonó en las alturas.
Unos trasgos habían
escalado la Montana por la otra parte, y muchos ya estaban sobre la Puerta, en
la ladera, y otros corrían temerariamente hacia abajo, sin hacer caso de los
que caían chillando al precipicio, para atacar las estribaciones desde encima.
A cada una de estas estribaciones se podía llegar por caminos que descendían de
la masa central de la Montaña; los defensores eran pocos y no podrían cerrarles
el paso durante mucho tiempo. La esperanza de victoria se había desvanecido.
Sólo habían logrado contener la primera embestida de la marea negra.
El día avanzó. Otra
vez los trasgos se reunieron en el valle. Luego vino una horda de wargos,
brillantes y negros como cuervos, y con ellos la guardia personal de Bolgo,
trasgos de enorme talla, con cimitarras de acero. Pronto llegaría la verdadera
oscuridad, en un cielo tormentoso; mientras, los murciélagos revoloteaban aún
alrededor de las cabezas y los oídos de hombres y elfos, o se precipitaban como
vampiros sobre las gentes caídas. Bardo luchaba aún defendiendo la estribación
del este, y sin embargo retrocedía poco a poco; los señores elfos estaban en la
nave del brazo sur, alrededor del rey, cerca del puesto de observación de la
Colina del Cuervo.
De súbito se oyó un
clamor, y desde la Puerta llamó una trompeta.
¡Habían olvidado a
Thorin! Parte del muro, movido por palancas, se desplomó hacia afuera cayendo
con estrépito en la laguna. El Rey bajo la Montaña apareció en el umbral, y sus
compañeros lo siguieron. Las capas y capuchones habían desaparecido; llevaban brillantes
armaduras y una luz roja les brillaba en los ojos.
El gran enano
centelleaba en la oscuridad como oro en un fuego mortecino. Los trasgos
arrojaron rocas desde lo alto; pero los enanos siguieron adelante, saltaron
hasta el pie de la cascada y corrieron a la batalla. Lobos y jinetes caían o
huían ante ellos. Thorin manejaba el hacha con mandobles poderosos, y nada
parecía lastimarlo.
—¡A mí! ¡A mí!
¡Elfos y hombres! ¡A mí! ¡Oh, pueblo mío! —gritaba, y la voz resonaba como una
trompa en el valle.
Hacia abajo, en
desorden, los enanos de Dain corrieron a ayudarlo. Hacia abajo fueron también
muchos de los hombres del Lago, pues Bardo no pudo contenerlos; y desde la
ladera opuesta, muchos de los lanceros elfos. Una vez más los trasgos fueron
rechazados al valle, y allí se amontonaron hasta que Valle fue un sitio
horrible y oscurecido por cadáveres. Los wargos se dispersaron y Thorin se
volvió a la derecha contra la guardia personal de Bolgo. Pero no alcanzó a
atravesar las primeras filas.
Ya tras él yacían
muchos hombres y muchos enanos, y muchos hermosos elfos que aún tendrían que
haber vivido largos años, felices en el bosque. Y a medida que el valle se
abría, la marcha de Thorin era cada vez más lenta. Los enanos eran pocos, y
nadie guardaba los flancos. Pronto los atacantes fueron atacados y se vieron
encerrados en un gran círculo, cercados todo alrededor por trasgos y lobos que
volvían a la carga. La guardia personal de Bolgo cayó aullando sobre ellos,
introduciéndose entre los enanos como olas que golpean acantilados de arena.
Los otros enanos no podían ayudarlos, pues el asalto desde la Montana se
renovaba con redoblada fuerza, y hombres y elfos eran batidos lentamente a
ambos lados.
A todo esto, Bilbo
miraba con aflicción. Se había instalado en la Colina del Cuervo, entre los
elfos, en parte porque quizá allí era posible escapar, y en parte (el lado Tuk
de la mente de Bilbo) porque si iban a mantener una última posición
desesperada, quería defender al Rey Elfo. También Gandalf estaba allí de algún
modo, sentado en el suelo, como meditando, preparando quizá un último soplo de
magia antes del fin.
Este no parecía muy
lejano. "No tardará mucho ya", pensaba Bilbo. "Antes que los
trasgos ganen la Puerta y todos nosotros caigamos muertos o nos obliguen a
descender y nos capturen. Realmente, es como para echarse a llorar, después de
todo lo que nos ha pasado. Casi habría preferido que el viejo Smaug se hubiese
quedado con el maldito tesoro, antes de que lo consigan esas viles criaturas, y
el pobrecito Bombur y Balin y Fíli y Kili y el resto tengan mal fin; y también
Bardo, y los hombres del Lago y los alegres elfos. ¡Ay mísero de mí! He oído
canciones sobre muchas batallas, y siempre he entendido que la derrota puede
ser gloriosa. Parece muy incómoda, por no decir desdichada. Me gustaría de
veras estar fuera de todo esto.
Con el viento, se
esparcieron las nubes, y una roja puesta de sol rasgó el oeste. Advirtiendo el
brillo repentino en las tinieblas, Bilbo miró alrededor y chilló. Había visto
algo que le sobresaltó el corazón, unas sombras oscuras, pequeñas aunque
majestuosas, en el resplandor distante.
—¡Las Águilas! ¡Las
Águilas! —vociferó—, ¡Vienen las Águilas!
Los ojos de Bilbo
rara vez se equivocaban. Las Águilas venían con el viento, hilera tras hilera,
en una hueste tan numerosa que todos los aguileros del norte parecían haberse
reunido allí,
—¡Las Águilas! ¡Las
Águilas! —gritaba Bilbo, saltando y moviendo los brazos. Si los elfos no podían
verlo, al menos podían oírlo. Pronto ellos gritaron también, y los ecos
corrieron por el valle. Muchos ojos expectantes miraron arriba, aunque aún nada
se podía ver, excepto desde las estribaciones meridionales de la Montaña.
—¡Las Águilas!
—gritó Bilbo otra vez, pero en ese momento una piedra cayó y le golpeó con
fuerza el yelmo, y el hobbit se desplomó y no vio nada más.
Cuando Bilbo se
recobró, se recobró literalmente solo. Estaba tendido en las piedras planas de
la Colina del Cuervo, y no había nadie cerca. Un día despejado, pero frío, se
extendía allá arriba. Bilbo temblaba y se sentía tan helado como una piedra,
pero en la cabeza le ardía un fuego.
"Me pregunto
qué ha pasado" se dijo. "De todos modos no soy todavía uno de los
héroes caídos; ¡pero supongo que todavía hay tiempo para eso!"
Se sentó,
agarrotado. Mirando hacia el valle no alcanzó a ver ningún trasgo vivo. Al cabo
de un rato la cabeza se le aclaró un poco, y creyó distinguir a unos elfos que
se movían en las rocas de abajo. Se restregó los ojos. ¿Acaso había aún un
campamento en la llanura, a cierta distancia, y un movimiento de idas y venidas
alrededor de la Puerta? Los enanos parecían estar atareados removiendo el muro.
Pero todo estaba como muerto. No se oían llamadas ni ecos de canciones. De
algún modo, había una tristeza en el aire.
—¡Victoria después
de todo, supongo! —dijo sintiendo el dolor de cabeza—. Bien, la situación
parece bastante sombría.
De súbito,
descubrió a un hombre que trepaba y venía hacia él.
—¡Hola ahí! —llamó
con voz vacilante— ¡Hola ahí! ¿Qué ocurre?
—¿Qué voz es la que
habla entre las rocas? —dijo el hombre, deteniéndose y atisbando alrededor, no
lejos de donde Bilbo estaba sentado.
¡Entonces Bilbo
recordó el anillo! —¡Que me aspen! —dijo—. Esta invisibilidad tiene también sus
inconvenientes. De Otro modo hubiera podido pasar una noche abrigada y cómoda,
en cama.
—¡Soy yo, Bilbo
Bolsón, el compañero de Thorin! —gritó, quitándose de prisa el anillo.
—¡Es una suerte que
te haya encontrado! —dijo el hombre adelantándose— Te necesitan, y estamos
buscándote desde hace tiempo. Te hubieran contado entre los muertos, que son
muchos, si Gandalf el mago no hubiese dicho que no hace mucho habían oído tu
voz por estos sitios. Me han enviado a mirar aquí por última vez. ¿Estás muy herido?
—Un golpe feo en la
cabeza, creo —dijo Bilbo—. Pero tengo un yelmo, y una cabeza dura. Así y todo
me siento enfermo y las piernas se me doblan como paja.
—Te llevaré abajo,
al campamento del valle —dijo el hombre, y lo alzó con facilidad.
El hombre era
rápido y de paso seguro. No pasó mucho tiempo antes de que depositara a Bilbo
ante una tienda en Valle; y allí estaba Gandalf, con un brazo en cabestrillo.
Ni siquiera el mago había escapado indemne; y había pocos en toda la hueste que
no tuvieran alguna herida.
Cuando Gandalf vio
a Bilbo se alegró de veras.
—¡Bolsón!
—exclamó—. ¡Bueno! ¡Nunca lo hubiera dicho! ¡Vivo, después de todo! ¡Estoy
contento! ¡Empezaba a preguntarme si esa suerte que tienes te ayudaría a salir
del paso! Fue algo terrible, y casi desastroso. Pero las otras nuevas pueden
aguardar. ¡Ven! —dijo más gravemente— Alguien te reclama. —Y guiando al hobbit,
lo llevo dentro de la tienda.
—¡Salud Thorin!
—dijo Gandalf mientras entraba—. Lo he traído.
Allí efectivamente
yacía Thorin Escudo de Roble, herido de muchas heridas, y la armadura abollada
y el hacha mellada estaban junto a él en el suelo. Alzó los ojos cuando Bilbo
se le acercó.
—Adiós, buen ladrón
—dijo— Parto ahora hacia los salones de espera a sentarme al lado de mis
padres, hasta que el mundo sea renovado. Ya que hoy dejo todo el oro y la
plata, y voy a donde tienen poco valor, deseo partir en amistad contigo, y me
retracto de mis palabras y hechos ante la Puerta.
Bilbo hincó una
rodilla, ahogado por la pena. —¡Adiós, Rey bajo la Montaña! —dijo—. Es esta una
amarga aventura, si ha de terminar así; y ni una montaña de oro podría
enmendarla. Con todo, me alegro de haber compartido tus peligros: esto ha sido
más de lo que cualquier Bolsón hubiera podido merecer.
—¡No! —dijo
Thorin—. Hay en ti muchas virtudes que tú mismo ignoras, hijo del bondadoso
Oeste. Algo de coraje y algo de sabiduría, mezclados con mesura. Si muchos de
nosotros dieran más valor a la comida, la alegría y las canciones que al oro
atesorado, este sería un mundo más feliz. Pero triste o alegre, ahora he de
abandonarlo. ¡Adiós!
Entonces Bilbo se
volvió, y se fue solo; y se sentó fuera arropado con una manta, y aunque quizá
no lo creáis, lloró hasta que se le enrojecieron los ojos y se te enronqueció
la voz. Era un alma bondadosa, y pasó largo tiempo antes de que tuviese ganas
de volver a bromear. "Ha sido un acto de misericordia" se dijo al
fin, "que haya despertado cuando lo hice. Desearía que Thorin estuviese
vivo, pero me alegro de que partiese en paz. Eres un tonto, Bilbo Bolsón, y lo
trastornaste todo con ese asunto de la piedra; y al fin hubo una batalla a
pesar de que tanto te esforzaste en conseguir paz y tranquilidad, aunque
supongo que nadie podrá acusarte por eso."
Todo lo que sucedió
después de que lo dejasen sin sentido, Bilbo lo supo más tarde; pero sintió
entonces más pena que alegría, y ya estaba cansado de la aventura. El deseo de
viajar de vuelta al hogar lo consumía. Eso, sin embargo, se retrasó un poco, de
modo que entretanto os relataré algo de lo que ocurrió. Las tropas de trasgos
habían despertado hacía tiempo la sospecha de las Águilas, a cuya atención no
podía escapar nada que se moviera en las cimas. De modo que ellas también se
reunieron en gran número alrededor del Águila de las Montañas Nubladas; y al
fin, olfateando el combate, habían venido de prisa, bajando con la tormenta en
el momento crítico. Fueron ellas quienes desalojaron de las laderas de la
montaña a los trasgos que chillaban desconcertados, arrojándolos a los
precipicios, o empujándolos hacia los enemigos de abajo. No pasó mucho tiempo antes
de que hubiesen liberado la Montaña Solitaria, y los elfos y hombres de ambos
lados del valle pudieron por fin bajar a ayudar en el combate.
Pero aun incluyendo
a las Águilas, los trasgos los superaban en número. En aquella última hora el
propio Beorn había aparecido; nadie sabía cómo o de dónde. Llegó solo, en forma
de oso; y con la cólera parecía ahora más grande de talla, casi un gigante.
El rugir de la voz
de Beorn era como tambores y cañones; y se abría paso echando a los lados lobos
y trasgos como si fueran pajas y plumas. Cayó sobre la retaguardia, y como un
trueno irrumpió en el círculo. Los enanos se mantenían firmes en una colina
baja y redonda. Entonces Beorn se agachó y recogió a Thorin, que había caído
atravesado por las lanzas, y lo llevó fuera del combate.
Retornó en seguida,
con una cólera redoblada, de modo que nada podía contenerlo y ningún arma
parecía hacerle mella. Dispersó la guardia, arrojó al propio Bolgo al suelo, y
lo aplastó. Entonces el desaliento cundió entre los trasgos, que se dispersaron
en todas direcciones. Pero esta nueva esperanza alentó a los otros, que los
persiguieron de cerca, y evitaron que la mayoría buscara cómo escapar.
Empujaron a muchos hacia el Río Rápido, y así huyesen al sur o al oeste, fueron
acosados en los pantanos próximos al Río del Bosque; y allí pereció la mayor
parte de los últimos fugitivos, y quienes se acercaron a los dominios de los
Elfos del Bosque fueron ultimados, o atraídos para que murieran en la oscuridad
impenetrable del Bosque Negro. Las canciones relatan que en aquel día
perecieron tres cuartas partes de los trasgos guerreros del Norte, y las
montanas tuvieron paz durante muchos años.
La victoria era
segura ya antes de la caída de la noche, pero la persecución continuaba aún
cuando Bilbo regresó al campamento; y en el valle no quedaban muchos, excepto
los heridos más graves.
—¿Dónde están las
Águilas? —preguntó Bilbo a Gandalf aquel anochecer, mientras yacía abrigado con
muchas mantas.
—Algunas están de
cacería —dijo el mago—, pero la mayoría ha partido de vuelta a los aguileros.
No quisieron quedarse aquí, y se fueron con las primeras luces del alba. Dain
ha coronado al jefe con oro, y le ha jurado amistad para siempre.
—Lo lamento. Quiero
decir, me hubiera gustado verlas otra vez —dijo Bilbo adormilado—, quizá las
vea en el camino a casa. ¿Supongo que iré pronto?
—Tan pronto como
quieras —dijo el mago. En verdad pasaron algunos días antes de que Bilbo
partiera realmente. Enterraron a Thorin muy hondo bajo la Montaña, y Bardo le
puso la Piedra del Arca sobre el pecho.
—¡Que yazga aquí
hasta que la Montaña se desmorone! —dijo— ¡Que traiga fortuna a todos los
enanos que en adelante vivan aquí!
Sobre la tumba de
Thorin, el Rey Elfo puso luego a Orcrist, la espada élfica que le habían
arrebatado al enano cuando lo apresaron. Se dice en las canciones que brilla en
la oscuridad, cada vez que se aproxima un enemigo, y la fortaleza de los enanos
no puede ser tomada por sorpresa. Allí Dain hijo de Nain vivió desde entonces y
se convirtió en Rey bajo la Montaña; y con el tiempo muchos otros enanos
vinieron a reunirse alrededor del trono, en los antiguos salones. De los doce
compañeros de Thorin, quedaban diez. Fíli y Kili habían caído defendiéndolo con
el cuerpo y los escudos, pues era el hermano mayor de la madre de ellos, Los
otros permanecieron con Dain, que administró el tesoro con justicia.»
Tráiler de El Hobbit, La Batalla de los Cinco Ejércitos.
Y aquí otro de los últimos tráilers de El Hobbit, Batalla de los Cinco Ejércitos. Atención al arranque del tráiler, con especial invitado incluido.
He visto la película, es impresionante esa escena, un beso.
ResponderEliminarGracias por tu visita¡
Feliz semana¡
Bueno, ya falta menos para que se estrene Los Cinco Ejércitos y el pobre Hobbit llegue al final de su camino. A ver cómo la acaban.
EliminarLa verdad es que se lee con voracidad.
ResponderEliminarImagino que la renuencia de Bilbo a la guerra era la del propio Tolkien. Nadie con más autoridad como los propios testigos de una batalla real.
Tolkien luchó en la Primera Guerra Mundial. Me impresionó mucho leer, saber que al volver a casa se dio cuenta que, de sus amigos, de aquellos que eran íntimos, no quedaba nadie con vida. Es muy posible que tengas razón y que la renuncia de Bilbo reflejara la actitud del propio autor.
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