Esta es la historia de Ermessenda en su juventud (en TV3 la vuelven a dar este enero 2012), vivida en la ciudad de Vamurta. Este es un relato que subí a fragmentos. El otro día, desde el mundo apocalípcito de Deus Ex Nuke, Sergio, sugirió una serie de interesantísimos cambios. Los he asumido (Sergio, tío, muchas gracias de corazón. Tiene un bisturí) y vuelvo a subir este cuento sensual, lleno de dudas y vida. Un relato acerca la nobleza de Antigua Vamurta.
Flores para Ermessenda, by Igor
La Noche de Ermesenda
Ermesenda iba dando saltos por el pasillo de Palacio. Tras tanto tiempo, ¡tras tanto tiempo!, podrían encontrarse los dos, solos. Canturreaba y brincaba sobre las losas de piedra sin dejar que sus talones tocaran el suelo. Agarró la cortina de terciopelo granate e improvisó unos pasos de baile, zarandeando la tela como si ésta fuera su pareja. Pasó delante de los ventanales de arcos ojivales como un actor desfila ante su público, llegando a su aposento. Ajustó la puerta y se lanzó sobre la cama, revolcándose sobre la colcha y los cojines, temblorosa aún por la nueva, refugiándose en la intimidad del dosel de visillo que, en su habitación, siempre la escondía de sus propios miedos y del mundo. Aspiró el aire con fuerza, se quedó quieta, panza arriba, dejando sus brazos inertes sobre la cama. Su corazón seguía palpitando acelerado.
—¿Por qué estás tan contenta? –su madre la miraba, bajo el arco de la puerta. No la había oído llegar.
—No lo sé, madre… Será por el baile de máscaras.
—Niña engreída –repuso burlona—. Espero que esta noche te comportes como la hija de vizcondes que eres.
—Madre, ya sabéis que amo las fiestas. ¡Al cuerno con las ceremonias! ¡Hoy es el baile!
Su madre cruzó la habitación, observando todos los vestidos, zapatos y joyas desparramadas por el cuarto. Que su hija era una jovencita presumida, bien lo sabía, pero también se daba cuenta que había algo exagerado en todo aquello. Su hija había depositado sobre el alféizar de la ventana, a modo de objeto sagrado, la diadema de plata que le había regalado su padre el verano pasado. “Como una devota”, pensó.
—¿No pensáis aparecer esta noche? ¿Verdad, madre? —preguntó Ermesenda dando vueltas sobre la colcha—. ¿Me escucháis?
—Evidentemente, junto a tu padre. El Baile de Máscaras de Vamurta es la gran celebración del año, ¡la única vez que puedo pellizcar a tu padre sin que se enfade! –contestó, con un teatral gesto desafiante.
—¿Me dejaréis la máscara de zafiros?
Antes de salir de la habitación, la señora de la casa se giró un momento, negando con la cabeza.
—No iría a ese baile por nada del mundo. Además, podría hacerte sombra –contestó, alzando las cejas.
Cuando los pasos de su madre se perdían por el pasillo de la segunda planta de palacio, Ermesenda saltó de la cama dispuesta a comerse el mundo. Decidió enfundarse un vestido marrón que se abría por la espalda y se calzó unos zapatos negros y planos. Se miró en el pequeño espejo del tocador. De un gris pálido, su rostro le sonreía. Se colgó unos aros de oro, untó la yema de sus dedos en la pintura roja para mojar sus labios delgados. Tibia y algo viscosa, notaba la textura del barro, la misma arcilla con la que se garabateaba la cara siendo una chiquilla, ahí en el castillo donde pasó su infancia, lejos de aquella ciudad. Observando su propio reflejo, sintió un leve presagio, una premonición de algo que no entendía. Sin pensar más, corrió por el pasillo y bajó en tres saltos las escalinatas que la llevaban al atrio, donde descansaban carros y porteadores. Se dirigió a las cocinas, en las que los sirvientes se afanaban en preparar las comidas del día, sin importarles el vapor de las ollas y el calor de los fogones. Llamó a su dama de compañía, que pinchaba, para su cocción, un trozo de pastel en el fondo de la cocina.
—Vamos al mercado. Coge tu cesto y…
—Pero, señora. La compra ya está hecha. Fuimos con la salida del sol.
—No protestes —contestó Ermesenda, marcando su autoridad—. Coge el cesto.
Salieron de la gran casa por el callejón de atrás. Ermesenda quería devorar el mundo, a pesar del hedor de la callejuela oscura, de ese otoño que aún no había traído los primeros fríos tras el largo sofoco del verano.
Giraron en la Avenida de la Victoria, bajando por aquella rambla atestada, cruzándose con mercaderes y tenderos, soldados y damas que iban al mercado o a dejar pequeñas ofrendas en los templos, suplicando el favor de los cielos. Un murmullo de voces las acompañaba, un sonido discordante cargado de acentos, el latir de aquella mañana en que Ermesenda tomaría partido por primera vez en su vida.
—Escúchame, querida. Tú harás algunas compras, ¡lo que quieras! Y dirás que yo las he hecho… O irás al templo, o las dos cosas…
—¿Señora? Hoy hemos comprado pescado de playa, y granos negros de pimienta, acelgas, pan de centeno y también medio cordero para la cena…
—No rechistes. ¿No te lo he contado? Hoy veré a Jacobo.
Su dama de compañía abrió mucho la boca para cerrarla de inmediato. Su señora la estaba arrastrando a un encuentro ilícito que no contaba con la aprobación de los vizcondes, y ella, era cómplice obligada. Un súbito espanto se apoderó de la doncella, temerosa del castigo y de perder su trabajo, pero Ermesenda, leyendo sus pensamientos, la cogió por el brazo.
—Un día seré yo la gran señora. Y Jacobo mi señor, aunque su casa no sea la más rica de Vamurta…Entonces tú serás la mayordoma mayor, con cargo de veinte o treinta sirvientes. De momento coge esto, por tu silencio –dijo, dejándole en la palma de la mano un streich de plata.
Cerró el puño su dama y Ermesenda la empujó hacia delante, hacia el mercado de los pescadores que bullía entre gritos, silbidos y empellones entre las mozas que buscaban el mejor lenguado al mejor precio y las señoras que, a pesar de comprar arenques en salmuera o pececillos de roca, no perdían sus aires de alta alcurnia. Pasaron entre la multitud, mezclándose en aquel pasacalles, las caóticas filas de hombres y mujeres que se tejían y destejían, sabiendo, pensaba Ermesenda, que si alguien intentaba seguirlas, las perdería en ese río revuelto. Se detuvieron detrás de un puesto de bacalaos y miraron atrás, sin ver a nadie sospechoso. Entonces, se adentraron en una de las calles laterales, los Hiladores, calle popular en la que los niños corrían bajo castillos de ropa tendida. Ermesenda dudó un instante antes de entrar en un portal estrecho de donde partía una escalera de caracol que giraba hacia las tinieblas del piso superior. Al cerrar la puerta, cesó el rumor del exterior, y ella y su dama iniciaron la ascensión.
—Señora…
—Ya sé. No te preocupes –contestó, algo inquieta—. Mejor baja y espérame en el templo de Sira. Sí, allí nadie preguntará nada.
Al llegar a la primera planta, oyó como su doncella salía a la calle. Ante ella tenía una pequeña puerta sin cerradura. Se agachó para pasar y entró en un piso humilde, minúsculo. Quiso marcharse pero le llegó una voz de hombre, alguien canturreaba al otro lado de la vivienda. Se armó de valor y alcanzó el comedor. Jacobo se giró al oírla entrar. Toda la estancia estaba tapizada con flores, parecía como si Jacobo hubiera comprado todos los ramos de Vamurta y los hubiera esparcido por el suelo desnudo y sobre el único mueble de la casa, una pequeña cama cubierta de lirios sobre la que llegaba la luz del mediodía. Se acercaron, hasta quedar uno frente al otro, indecisos. Él hizo el ademán de acercarse más, pero un leve movimiento de Ermesenda lo frenó. Se miraron, buscando el alma del otro, hasta que Jacobo se lanzó sobre ella y la besó con brusquedad. De un manotazo se lo quitó de encima y volvieron a mirarse. La media sonrisa de Ermesenda devolvió el valor a su amante, que respiró aliviado. ¡Cuánto tiempo! Desde el pasado invierno, cuando se conocieron en el Teatro, no habían dejado de verse, pero jamás habían podido estar los dos a solas. ¡Cuánto tiempo deseándolo! El corazón de Ermesenda resplandecía.
—Casi me asustas, ¿qué es este lugar? –dijo ella.
—Tuve que esperar a que esa familia abandonara la casa, ¿si no, dónde? –le contestó Jacobo con su voz de tonos graves—. Cada paso que das es vigilado por muchos ojos.
Se abrazaron, Jacobo acarició su cuello de bailarina como si tocara un jarrón de cristal, besándolo con cuidado. Casi no se oía nada en ese pequeño salón de paredes desconchadas y vacías. Era como si, allí, la calle fuera algo inexplicable y muy lejano. Ermesenda se sentía estremecida, agarrada a las espaldas de su amado, se sentía dichosa. Un hombre muy joven, de piel suave, que la miraba como si tuviera miedo de romperla, sonriente, embargado de emoción contenida.
—Tantas lunas sin poder besarte, sin tan siquiera poder tocarte…
—Nuestras familias. Toda esta ciudad que vigila y susurra —repuso ella—. No lo soporto.
—Serás mi esposa, y entonces todo esto nos parecerá un instante, nada más —rió, abrazándola de nuevo, apretando sus manos sobre la delgadez de la espalda de su amada.
Ermesenda imaginó el día de mañana, en un palacete de la Avenida de la Victoria, lleno de niños. Un humilde palacio de la nobleza de Vamurta a la espera que alguno de los grandes un día los honrara con una vista… Cerró los ojos y olvidó el futuro. Jacobo le había abierto la boca con los dedos y lamía sus labios con prudencia, temiendo alguna reacción contrariada. Sus lenguas húmedas se encontraban, enroscándose en un trémulo placer. Cayeron sobre la cama, rodando entre las sábanas, felices de encontrarse. A ratos se besaban como niños y reían por cualquier cosa. Jacobo la desnudaba con disimulo, esperando que ella marcara las reglas, los límites. Se hizo un lío con las tiras del escote de espalda y se detuvo.
Ermesenda se incorporó, sentada sobre sus rodillas, observando a su amado con una sonrisa enigmática. Empezó a desenredar su cabello rizado, dejándolo suelto sobre sus hombros. De un estirón, lo dejó sin calzones. Dejó caer las tiras de su vestido, apareciendo ante él como una diosa remota que muestra sus gracias a un fiel devoto. La sorpresa dejó extasiado a Jacobo, que quedó sin habla y sin saber muy bien qué debía hacer. Acto seguido, empezó a cabalgarlo con suavidad, equivocándose, obligados a parar para conseguir adaptarse el uno al otro, llegando al final, plenos.
—He tenido un sueño esta noche –susurró, mientras acariciaba los cabellos cortos de su querido—. Me perdía en un bosque espeso, de suelo duro, cubierto de hiedras que se enredaban en mis pies. No había mucha luz y sabía que debía salir de ahí. Caminaba deprisa, pero la espesura parecía atarme… No me movía o me movía muy poco. Creo, creo que las zarzas se enganchaban en mi vestido, en mi pelo y no veía nada. Caía la noche, empecé a correr sin destino, errando, sin ir hacia ningún lado. Las ramas, los matojos altos me nublaban, cuanto más avanzaba más aprisionada me sentía… Llegué a lo alto de un cerro, y a lo lejos, veía las playas de Vamurta y sus murallas, pero no podía alcanzarlas.
—No escuches los sueños –le respondió—. No los escuches, sólo nos traen desgracias. ¿Sabes de alguien que los haya seguido? ¿Qué de algo le hayan servido, amor?
— Jacobo, me tranquilizas –besó sus párpados—. Pero desperté con el corazón encogido.
Pensó en la noche de las máscaras. Brillaría como una estrella fugaz, resplandeciente entre la nobleza, querida y admirada. Quizás no era la hija de uno de los grandes, ni sus blasones contaban con un historial de gestas, pero durante el tiempo que durara el baile, quería ser la más mirada. Se abrazó a Jacobo, lo besó en la frente. Ermesenda se sentía llena de dicha, cargada de ilusiones. Incluso aquel piso de familia pobre adquiría una gracia que al entrar no había apreciado.
Quedaron medio dormidos, abrazados sobre la cama, acompañados por alguna voz y el vibrar de los pasos del piso de arriba. No sentían ni hambre ni calor, ni acusaban el paso del tiempo. Divagaban sus mentes por senderos distintos mientras cada uno sentía el latir del otro.
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En el templo de Sira todo era el murmullo de las devotas. De espaldas al altar, formaban un coro arrodillado que lloraba a su diosa, esperando que la luz penetrara en sus vidas.
Buscó entre las cabezas que besaban el suelo hasta encontrar a su dama de compañía. No se sentía mal, no sentía remordimientos siendo impura bajo la bóveda circular del templo, que por las ventanas de su techo derramaba torrentes de claridad.
—Vayamos a la Casa de las Seguras.
—¿Lleváis dinero, mi señora?
—No te preocupes. Quiero una máscara azul, de esas puntiagudas, que me esconda esta noche. ¡Y una sortija o collar! Si encuentro algo digno.
La dama de Ermesenda se iba quejando de lo caro que sería todo aquello, mientras sus pasos las llevaban a la mejor joyería de la capital. Sentía casi amor por las piedras, más que hacia aquellos dioses que jamás la habían beneficiado en nada. Ermesenda andaba altiva entre los plebeyos que, al verla, dejaban paso libre. El cuerpo de pájaro de humedales, el cuello recto y largo de un ciervo, la mirada centellante que podía llegar a cortar como una hoja de acero. Aquel era su día, un mundo atento a sus deseos se parapetaba tras los muros de las tiendas, en los balcones, en los ojos de esas mujeres que jamás podrían ser como ella, y que la vigilaban y estudiaban con cierto disimulo.
Dejaron atrás el Gran Teatro y la Jabise, la arena elíptica donde los jóvenes competían en velocidad y resistencia. El estómago de Ermesenda empezaba a rugir, pero eso poco la inquietaba. Tomaron una naranjada con gotitas de limón en uno de los tenderetes del mercado del Hierro, en el que, por aquella época, era frecuente encontrar hombres rojos y grises de las colonias adquiriendo herramientas y armas, discutiendo acaloradamente los precios.
Llegaron a la Casa de las Seguras, detrás del gran templo de Onar. Un porche medio cerrado con cortinas blancas otorgaba una cierta discreción a los que entraban y salían, ya fuera para comprar como para empeñar joyas y objetos de valor. Se adentraron en la antesala, donde un criado les ofreció, sobre una cerámica rosácea, tiras de carne con salsa de jengibre. Cerraron la puerta de la casa y el sol desapareció a sus espaldas. El sirviente las acompañó hasta La Era, el epicentro de aquella casa, en el que se exponían las piezas en una sala de paredes altas organizada en fabulosas mesas sobre las que se podían contemplar anillos engarzados con magníficas tallas, brazaletes de oro, collares de diamantes negros y blancos, máscaras para las fiestas, pañuelos bordados en plata, dagas trabajadas en oro, en plata, y juegos de cofres de varios tamaños. Clientes silenciosos recorrían las mesas, otros nobles como ella, acariciando las joyas. Ermesenda empezó su búsqueda con desparpajo, preguntando a los discretos vendedores el precio de aquella cadena o ese otro abalorio. Halló un gran collar de aguamarinas. Las piedras no eran gran cosa, pero el abanico que formaban, montadas en plata, le pareció excelso, le traía algún recuerdo lejano sin saber muy bien cuál.
—¡Eh! ¡Oiga! ¿Qué piden por éste? —preguntó en voz alta, quebrando el casi ambiente monacal de la Casa.
—Señora, —se acercó una vendedora pintarrajeada como un pavo—. Este collar fue fundido y trabajado en las Sierras de Dotrunas, hará más de doscientas primaveras. Es una pieza única, sin duda, hecha por…
—¿Cuánto? —preguntó, sin atender ninguna cortesía.
—Unas treinta piezas.
La risa de Ermesenda resonó bajo la bóveda como el repentino romper de una catarata. Todos los presentes se giraron, algo sobresaltados.
—¿Treinta de plata? Pero si aquí no hay más que cinco o seis piezas fundidas, ¡ja! ¿Por quién me tomáis? ¿Por alguien que acaba de desembarcar? ¿Por una montañesa?
La dama de compañía se había puesto roja y no sabía dónde mirar. Todos escuchaban.
—Olvidáis, señora, las piedras —repuso la vendedora, sabedora que debía mantener, como fuera, la compostura.
—Sí, son aguamarinas —replicó Ermesenda, levantando el collar en lo alto, haciéndolo brillar bajo las luces de aceite de la tienda—. Doy quince piezas por ellas y por ese antifaz de seda azul que tenéis a la derecha.
Finalmente pagó dieciocho. Un hombre, en la penumbra de los arcos laterales, la observaba con enorme seriedad. “¿Quién sería?”, se preguntó, impregnada de curiosidad.
Volvió a su casa llena de dicha, mientras su dama aún se recuperaba del sofoco. Debían descansar y acicalarse para aquella noche que había de llegar.
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El cielo era tinta negra y los aromas de jazmín flotaban, a ras de suelo, en plazas y calles. Ermesenda abandonó el palacio bajo la mirada reprobadora de su padre, que censuraba así el gran escote que su hija luciría en la fiesta. Su dama y dos guardias la acompañaron por la Avenida, en el que el latir de la ciudad era un leve susurro acompasado con la luna, encaramada por encima de los tejados.
Llegaron hasta las puertas del Gran Teatro, delante del cual se acumulaban otros guardias y criados, armándose de paciencia para pasar allí buena parte de la velada, a la espera de sus señores.
Ante la columnata de la entrada, Ermesenda se despidió de su criada, y fue reconocida por las dos figuras que guardaban el paso, escondidos bajo dos máscaras de cera triangulares, dos leones de expresión pétrea, que nada dijeron mientras cruzaba el umbral. Dentro, en la antesala, reinaba una neblina rota por los puntos de luz de las lámparas y velas, donde las primeras grandes columnas de ese bosque de piedra, bien parecían el límite de un laberinto que se perdía en la oscuridad. Otros dos hombres, éstos de torsos desnudos, impregnados en aceite como los luchadores de odouk, tomaron su capa ligera y le sirvieron una copa de cristal llena de vino dulce, a modo de bienvenida. Paladeó la densidad del vino, mientras oía el aleteo de risas lejanas. Sabía que al llegar al patio del teatro, vaciado de bancos y asientos para la ocasión, sería anunciada, sin que su nombre fuera pronunciado y que, durante un instante, todos los ojos se posarían en ella.
Jacobo y sus amigas la esperaban. ¿La reconocerían? Se recogió el pelo y se hizo una larga cola de caballo, se tapó cuello y hombros con un pañuelo de colores, y se colocó con cuidado su antifaz azul de trazos puntiagudos, a juego con su nuevo collar. La acompañaron hasta la pesada puerta que daba acceso al patio del teatro. Dos guardias más, ataviados con máscaras blancas, abrieron las puertas y vociferaron a los presentes: “¡La Mujer Azul se incorpora al baile!”.
Cuando se apagó la voz de las caretas blancas, el gentío que la había mirado, continuó bailando. Los músicos no habían dejado de tocar sobre el escenario del teatro y la fiesta siguió, burbujeante. Nadie había reparado en ella, o eso parecía. Quizás la habían tomado por una de esas mujeres disipadas que, como era tradición, eran bien pagadas para asistir al baile de máscaras y levantar los ánimos, junto a hombres atléticos escogidos en los rabales de la ciudad para ese mismo fin. Se sintió sin status y así, se adentró en el enorme jaleo de barrigas y cuerpos, de máscaras grotescas y ojos escondidos.
—Hermosa dama, de quien no puedo apartar mi mirar, ¿me concedéis el baile? –oyó, entre las risas, la música y la confusión de aquella masa en danza.
Un hombre de melena rizada, larga y negra, la sujetaba por el codo. Ermesenda dudó, no lo conocía, estaba segura. Llevaba puesto un antifaz rojo, pequeño y fino, que contrastaba con su cara cuadrada, de poderoso mentón. Sus ojos la esperaban. Ermesenda giró la cabeza buscando una salida, y vio que junto a los camareros del fondo, dos de sus amigas enmascaradas rebañaban un platito, vaciando sin piedad las fuentes de comida que les iban sirviendo. Corrió hacia ellas, liberada.
—¡Lestra! ¡Carolina! Os reconocería aunque os pasearais con un saco en la cabeza.
—¿Ermesenda? ¡Por Sira! Creíamos que no vendrías. Casi no te reconozco —dijo Lestra, algo asombrada.
—Aquí estoy, queridas —respondió, algo más calmada tras encontrar a dos de sus puntales. Miró hacia el baile. Aquel hombre había desaparecido.
Carolina le ofreció un plato con queso y muslos de pollo braseados en aguardiente. Charlaban, a la vez que el baile iba girando como las aspas de un molino, del que surgían voces agudas y graves, mezcladas con las cítaras y flautas, creando un torbellino mareante. Jugaron a reconocer a aquél o aquél otro noble, a hallar sus preferidos tras esas complicadas caretas, algunas ganchudas, otras monstruosas, aunque de muy pocos estuvieron seguras.
—Esta noche tiene un aire especial. Como de espera —apuntó Carolina.
—Quizás los dioses nos muestren una puerta al mañana —añadió Ermesenda, con sonrisa iluminada, al ver a su amante y prometido, Jacobo, llegar al baile.
Al encontrarse, notó que algo no iba bien. Tras su antifaz de pájaro, sus ojos parecían no concentrarse en nada. Miró a sus amigos, que reían mucho, que reían como necios.
—Amada mía –tartamudeó.
—¿Habéis bebido? ¿Es eso? —preguntó Ermesenda sin disimular su disgusto—. ¿Teníais que beber esta noche, la más hermosa el año?
—No, no… No hemos bebido tanto —contestó, inseguro, Jacobo. Respuesta que fue acompañada por las risotadas de sus camaradas.
Sintiéndose profundamente ofendida, les dio la espalda para volver con Lestra y Carolina. Tras el mediodía que había regalado a su amado, tras tanta promesa, ¡y del esmero que había tenido para ser una de las hermosas entre las lechuzas pintadas de la baja nobleza! Se sentía enfurecida.
Tomó una jarra de aguamiel y la bebió de un trajo. ¿Qué se había creído? Miró a su alrededor, le empezaba a interesar el baile. Allí estaba la vizcondesa de Amer moviendo sus enormes caderas junto a un caballero canoso que no reconoció. La dama, a pesar de su desfachatez, poseía una gracia, una sinuosidad en su baile de viuda alegre. Un grupo de enmascarados seguía los pasos de toda mujer que pasara por delante, apoyados contra la pared, esperando como un grupo de cuervos subidos a un árbol. La baronesa de Verbaz, de las montañas como se la llamaba, iba cayéndose, metida en el huracán del baile, sostenida por un joven de largas patillas, que la apuntalaba y la recogía. Un pecho saltó del vestido cuando se tambaleó hacia delante, sin que ella se diera cuenta, a pesar de los gestos burlones de muchos.
Dos águilas, altos y barbudos, se acercaron a ellas para darles conversación, pero el jaleo reinante les impedía entenderse. Se cansaron de ellos y salieron a bailar, sumadas a las decenas de caretas y disfraces que basculaban bajo centenares de velas, cambiando de pareja con frecuencia hasta no saber quién bailaba con quién, hasta confundir hombres y mujeres en un mismo alud movido por el repicar de tambores, flautas, laúdes y cítaras. En un respiro que se tomó Ermesenda, vio que Jacobo abandonaba el patio del teatro, tambaleante, sostenido por los brazos de sus amigos.
Se sentía sola en aquel rincón, sorbiendo vino. No veía a Carolina ni a Lestra. Alguien disfrazado de oso quiso devolverla al baile, pero Ermesenda rehusó, al ver los brazos y frente de aquel hombre bajito tan sudado, tan sucio.
Un poco mareada, pero a la vez exultante y rabiosa, decidió alargar la velada. Las máscaras aparecían frente a ella y se desvanecían sin más para que otras emergieran, ocupando su lugar, creando en ella una sensación extraña, como si el tiempo hubiera desaparecido, como si hubiera olvidado que más pronto o más tarde, debía volver a su palacio, a su casa. Entre el sinfín de caras cubiertas, apareció una que la miraba intensamente, fija en aquel baile incesante. El hombre de pelo negro y el antifaz rojo. Sintió que su vientre se contraía, que un repentino calor asomaba en sus mejillas. La copa que sostenía temblaba, sus ojos negros parecían hacerla arder.
—Os he visto comprar ese collar.
Aquellas palabras la sobresaltaron. Se había quedado embobada mirando al extraño, sin notar que un joven de espaldas anchas y manos fuertes, se había situado a su lado. Bajo una máscara de mimo, salpicada de incrustaciones de oro, unos ojos azules y pequeños, casi fríos, la miraban, divertidos.
—Recordaré —añadió el joven—, pasados muchos otoños, vuestra risa en esa joyería y la expresión de horror de la dueña, que en esos momentos me atendía.
—¿Con quién tengo el honor de hablar? —preguntó Ermesenda, con expresión un tanto distante.
—¡Oh! Soy de por aquí. Muchos me preguntan qué deben hacer y muy pocos me aconsejan qué debo hacer yo.
—¿Es un juego, señor? Prefiero bailar.
—Todo esto es un juego… Si preferís bailar, hacedlo conmigo.
Y sin esperar respuesta, la arrancó del rincón y la transportó hacia el epicentro de ese marasmo que parecía adquirir un ritmo endiablado. Bailaron y bailaron, y él la conducía con manos firmes, pero su pensamiento estaba en otra fiesta, en la que el único invitado era el hombre moreno.
Dos enmascarados se acercaron a su pareja de baile, y con una señal, le avisaron de algo. Se disculpó ante ella, y con una profunda reverencia se despidió, diciendo:
—Volveremos a vernos. De eso, podéis estar segura, y sin juegos.
Volvía a estar sola en medio de aquella jarana monumental. Decidió buscar a Lestra y Carolina, sorteando las parejas que bailaban, algunas que empezaban a derrumbarse, otros que caían sobre cualquiera que les pasara por el lado, apartando máscaras negras, otras esmaltadas, otras que parecían amenazarla. Era el clímax, y en el clímax se perdió. El baile se desparramaba por los salones y cámaras anexas, donde se reunían pequeños comités de risotadas escandalosas. No las veía por ningún lado, y entonces decidió adentrarse por el sinfín de pasillos y habitaciones colmadas de efervescencia del teatro. Dos hombres corrían desnudos, con peluca y máscaras de cisne, persiguiéndose entre los gritos y chanzas de otras caretas que se movían por los claroscuros de las decenas de aposentos. Al pasar por delante de una de las habitaciones más recónditas, vio un corrillo que observaba en silencio el espectáculo que ofrecía un grupo de hombres y mujeres, enredados en el suelo, que no pudo distinguir.
Empezaba a sentirse realmente nerviosa, un poco insegura en aquella fiesta que no transcurría como ella hubiera querido. Había soñado bailar con la cabeza alta, ancladas sus manos sobre la espalda de Jacobo, acompasados por una música alegre y sostenida, mirarse sin poder besarse aún, sonreír a un porvenir que se vislumbraba sosegado y tierno.
Pensó en su madre, en la seguridad de su hogar. Algo la retenía ahí, una curiosidad no satisfecha, un querer apurar la copa antes de devolverla a su lugar.
De una estancia cerrada le llegaron jadeos entrecortados, zumbantes. No pudo evitar acercarse a esa pequeña alcoba. Pudiera ser Lestra u otra conocida. Miró a través de la rendija de esa puerta para ver a dos sombras contorsionarse encima de una cómoda.
—¿Debe una dama espiar a otros amantes?
Se sintió como una niña, avergonzada. Al mirar quién le reprochaba su falta de discreción, se encontró con aquel pelo negro, que olía a mar y a madera. Su rostro cubierto se acercó al suyo, hasta que ella tuvo que poner una mano para mantener la distancia.
—¿Me seguís? ¿Somos conocidos?
—No os sigo ni os conozco. Este es mi primer viaje a la capital, señora.
— ¿Entonces?
—Entonces nada. Os he visto, y eso ha sido suficiente para que todo mi cuerpo se retorciera, para perder mis suspiros entre estos salones, hasta que os he encontrado.
—Bromeáis, sé que bromeáis.
Ermesenda no entendía muy bien lo que le sucedía y, por una vez, se dio cuenta que no controlaba la situación. Aquello la desbordaba, iba muy deprisa. Su instinto contra su razón, que la llevaba hasta Jacobo, hasta sus padres y sobre todo le recordaba su condición de noble. Ella era noble y aquel hombre que provocaba que su transpiración mojara los pliegues de su vestido azul, era un simple mercader adinerado. La saliva se evaporaba de su boca.
—¿Realmente creéis que bromeo?
Se acercó hasta rozarla, hasta dejar su enorme mano en la curva de su espalda, sujetándola con suavidad. Notaba su respiración sobre su pelo. Ermesenda cerró los ojos, estaba perdida, se dejaba llevar.
Noto que la cogía y la arrastraba hacia algún lugar, sin que ella fuera capaz de oponerse a aquella rudeza. Su cuerpo, presto, ganaba la partida a sus anhelos de gran dama, y supo en ese momento que en algún rincón de su alma otra mujer habitaba, una que no se había presentado.
No sabía dónde se hallaba, excepto que todo era noche calurosa cortada a cuchillo por una rendija de luz de luna. Creía que sus pies no tocaban el suelo al sentir como aquél le bajaba el vestido de un tirón. Chocaron, resbalaron el uno encima del otro, perdía el sentido de estar, de ser, gritaba y vibraba, contraída y aún resistente, hasta que su cuerpo se desató, abandonada en aquella oscuridad, estallando.
Respiraron, recuperaron sus fuerzas sin decirse nada. Se habían arrancado los antifaces, que yacían en el suelo, pisoteados. Se intuían, volvían a tocarse. La tomó por segunda y última vez en un frenesí sin pausas. Cuando terminaron, y la razón de Ermesenda volvió a llamarla con fuerza, despertó, y un espanto recorrió su cuerpo. Debía de huir de allí sin ser vista, sin testigos. Aquello podía ser su final. Se vistió, recogió su cabello enredado, entre las súplicas y gimoteos de aquel hombre sorprendido por la súbita furia de su joven amante, pues no quería perderla, levantando los brazos desde el suelo donde yacía tendido, sin entender la marcha precipitada de Ermesenda.
Cuando corrió hacia la salida del teatro, pensó que ni tan siquiera había sellado su despedida con un beso. Corría y corría. Al alcanzar la salida, hizo una señal a sus guardias y doncella, y sin mediar palabra volvieron hacia el palacio de sus padres. Ermesenda, horrorizada, intentaba contener las lágrimas, mientras apretaba con más fuerza las manos pequeñas de su dama de compañía, que la sujetaba, mirándola de reojo, angustiada por el estado descompuesto de su señora.
Cuando, por fin, alcanzó la seguridad cotidiana de su gran habitación, se encerró, pasando la balda. ¿Qué había hecho? ¿Qué tipo de locura la había arrastrado, sin salvación, hacia aquel hombre que la había poseído como un toro, llevándola hasta la cima, hasta creer poder tocar las estrellas? Lloraba pensando en Jacobo, en su vil traición. Traidora, era eso, esa palabra infame la definía como nunca ninguna otra. Se hubiera destripado si hubiese podido, pensó en lanzarse por el balcón, ese fondo negro agujereado por los destellos de la luna que iba retirándose. Se levantó de la cama, desesperada, sin control sobre sus actos.
Llamaron a la puerta. Ermesenda se quedó paralizada. ¿Ya venían a buscarla para un escarnio público? No quería ver a nadie, no quería abrir.
—Soy tu madre –oyó—. Ábreme, abre y abrázame.
Ermesenda corrió hacia la puerta, levantó la balda y se lanzó a los comprensivos brazos de quien la trajo al mundo. “Niña, ¡qué te ha pasado!”. Ermesenda lloraba con fuerza.
La tuvo en su regazo buena parte de la noche, consolándola y vigilándola.
—Madre –dijo—. Quiero volver al Castillo de Sinta, quiero volver a pasear por los campos…
—¿Tan mal ha ido?
Bien entrada la mañana, tuvo un horrible despertar. Su cabeza la condenaba a constantes punzadas y su alma se había desangrado. Salió al balcón, que la noche anterior podría haber sido su última puerta. En la Avenida, el bullicio era el de un día cualquiera, vital y escandaloso, como si una jauría de perros estuvieran ahí debajo disputándose una carnaza. El sol de verano la apabulló, hasta obligarla a volver adentro. Un sirviente pidió permiso para entrar y le comunicó que su padre la esperaba en el comedor. “Ahora sí que estoy perdida”, pensó.
Se vistió y bajó por la escalinata del atrio del Palacio, que con el sol alto aparecía bañado de luz, haciendo más brillante el majestuoso limonero que ascendía hasta el segundo piso. Llegó al comedor. Su padre, con expresión preocupada, aguardaba, inmóvil en el sillón de señor de la casa.
—Siéntate, siéntate –dijo con voz suave—. No sé qué pasó ayer y poco me preocupa desde que llegó esta carta.
Ermesenda tomó el sobre que le ofrecía, un sobre de papiro suave, observando que el sello de cera había sido partido y la misiva leída. Aquello era una invitación para una recepción privada que se celebraría en la Ciudadela, con presencia del Conde y su esposa, junto con su primogénito. Ahora sabía quién era el joven de la máscara de oro.
—¿Sabes qué significa esto? ¿Entiendes cuáles son las consecuencias si aceptas la invitación? –preguntó su padre, mesándose la barba encanecida—. ¿Y las consecuencias si no aceptas ir?
Ermesenda entendía perfectamente todo el significado de aquella invitación. El heredero la pretendía.
De repente se vio encumbrada en el puesto más alto del mundo que conocía, arriba, muy arriba. ¿Y Jacobo? Tuvo un momento de duda, pero si no accedía, su familia y ella misma quedarían defenestrados de por vida, y seguro que, tarde o temprano, se conocería lo que pasó durante el baile de máscaras. “O quizás no”, pensó también. Si aceptaba, pasaría a estar más allá del bien y del mal, todopoderosa para decidir, ensalzar o tachar. Cubierta de oro, piedras y fabulosos vestidos de seda, y nadie jamás podría acusarla de nada con el ejército condal a sus pies.
Respiró profundamente. Su padre, al mirar aquellos ojos rasgados y decididos, supo que su hija había tomado partido.
Uuauu!! parece un cuento de hadas pero con muchos más ingredientes; en verdad te ha quedado estupendo. Un fuerte abrazo
ResponderEliminarHola Drac,
ResponderEliminarPues esa la idea, hacer algo más liviano y también darle fondo a la vida de la nobleza de Antigua Vamurta.
Muchos de los personajes del relato no aparecen en la novela. Son cometas.
Saludos.
Confesaré que cuando he visto tu post me ha dado mucha pereza empezar a leerlo y al acabar...habría deseado que fuera más largo. Es un cuento fantásticamente narrado, lleno de romanticismo, pasiones, esperanzas y desilusiones. Quiero más.
ResponderEliminarPues...preciosamente narrado, al verlo tan largo me he asustado un poco...pensé que no lo iba a leer entero, pero sí, como a aina, se me ha hecho corto. Gracias, Igor.
ResponderEliminarHola,
ResponderEliminarPues tenéis razón. Yo también me hubiera asustado con un post tan largo... Ley de Internet: la brevedad, no más de un minuto.
Gracias por el comentario y me alegro un montón que esta historieta os haya gustado.
Habrán más cuentos y relatos. En abril subiré uno largo a trozos.
Saludos.
no me digas que nos vas a dejar interruptus?
ResponderEliminar(tengo que hablar seriamente con el rey de Bandah... menos hablar de secretarios y de ejecutados, y más de amoríos y jolgorios)
Soc de la mateixa opinió dels altres. Primer, mandra. Però finalment ha valgut la pena!
ResponderEliminarGracias por comentar. Te dejo un abrazo y mi deseo de que pases buen fin de semana,
ResponderEliminarAndri
Lectura amena y sencilla. Nada presuntuosa, y eso en la novela fantástica-épica es difícil de conseguir, aunque este relato bien podría ser una escena de una de aquellas obras de Shakespeare (yo sé lo que me digo).
ResponderEliminarAtractivas descripciones...
Y en lo que respecta a la protagonista, a Ermesenda, pues es una "niñata". Embobada con Jacobo; zorra con el desconocido; y al final, muy lista, considerando la posibilidad de estar en lo más alto del escalafón social de Vamurta.
Sigue pintando bien tu historia.
Un fuerte abrazo.
P.S.: ando, muy lentamente eso sí, con aquello de la Guerra por el Norte.
Me lo imprimo y lo leo tranquilamente, mejor que aquí, con prisas y en el curro. Luego te cuento.
ResponderEliminarBuen día
Bueno, has estado un tiempo descansando en la zona favoritos, jeje, hasta que por fin he podido hincarle el diente a este relato que aunque largo, se me hizo la mar de corto, que bonito escribes Igor, que descripciones de los lugares, actos y sentimientos, es maravilloso meterse de esta manera en la piel y mente de un personaje, porque me sentí Ermessenda por un momento.
ResponderEliminarEse acto de amor apresurado y adolescente en un rincón perdido y en ruinas con Jacobo, ha sido muy bonito y dulce, la manera de hacer el acto sin tiento, bueno ya sabes que una tiene debilidades y se fija en ciertas cosas, jajaja
Y luego en ese baile como por culpa de esa misma idiotez adolescente la deja mal ante la burocracia por haber bebido, es impresionante como tu mente transporta las letras tan magistralmente.
Por ultimo un enlace fortuito, que vi a ese nuevo amante con los brazos erguidos y la cara descompuesta a ver partir a su nuevo amor, esa escena me partió el corazón, para revivirlo como con electrochoque con una carta que da esperanza...
Vale ya lo dejo que menudo resumen de relato que te he dejado, en definitiva, sube todos los textos largos que quieras, que aunque tarde en llegar, la Irene los degustara encantada.
Un beso Igor y nos vemos
Hola Irene. Pues no se puede ser más feliz. La idea que tenía era escribir algo ameno, nada profundo y eso. Es un relato para dibujar un poco la nobleza de Antigua Vamurta y mirar a este terrible personaje, Ermessenda, antes de la toma del poder, que corrompe siempre absolutamente.
ResponderEliminarMuy contento. Ah! No te preocupes, los descansos, las tardanzas. Nadie llega a todas partes a tiempo, excepto si eres un dios o una diosa. Y Ni así. No hay obligaciones.
Un beso muy fuerte.
Ajjjjjjj. Necesito más. Quiero saber qué más pasa, quiero saber de Ermessenda y el bueno de Jacobo. Me ha encantando esta historia, tan sinuosa. Qué bien cuentas y describes. Qué bien se escurre Ermessenda desde la postura al instinto. Me ha encantado. Ahora necesito más.
ResponderEliminarMil gracias
¡Todo está conectado! Debería plantearme subir el tercer capítulo de Antigua Vamurta, donde aparece Ermessenda.
ResponderEliminarJacobo, el bueno de Jacobo, no tiene sitio en la novela, el pobre.
Luisa, muchísimas gracias por tu comentario. Le sigo dando a las teclas, bien fuerte.
Un abrazo.
Ay, dale, dale a la tecla, que se te da estupendamente y nos haces muy felices.
ResponderEliminarAdemás, hoy estaba pensando una chorrada para mi blog y me has inspirado, a ver si luego tengo un rato y la escribo.
Gracias a ti
Un abrazo
Como dijeron más arriba, al principio me dio pereza leer tu relato pero una vez que empecé me fui sumergiendo cada vez más. Excelente. Saludos!
ResponderEliminarIgor, esto está magistral. Acá hay mucha calidad. Es un relato un tanto largo para el formato blog, pero se deja leer. Bellamente narrado, con una prosa envidiable. Mis sinceras felicitaciones por eso. Y recuerdo haberlo leído antes, pero de eso hace un tiempo ya. Una sugerencia, si me permites: en casos como este (entradas largas), activa la opción "leer más", así te evitas que el texto te ocupe toda la extensión del blog.
ResponderEliminarSaludos!
Muy bueno, me gustan mucho tus personajes femeninos (dado que he leído acerca de sólo dos de ellos, creo que me gustan tus personajes, en general ;) jejej) y esta entrada me trae a la mente bastante una novela hermosa de hermoso título, "Nieve de primavera", de Yukio Mishima. dado lo que me gusta, te puedes hacer una idea de lo que me ha gustado este.
ResponderEliminarUn abrazo :)
He preferido leérmelo con calma en estos días de ensayo de teatro que me quitan el sueño (el gran Wilde, críticas a la sociedad en cada palabra). Este relato tuyo, a mi parecer, encaja perfectamente en el contexto del que creo que se trata.
ResponderEliminar¿Cuándo sale el libro? Espero que pronto.
Un abrazo.
Hola Kensan, muchísimas gracias. Pues miraré eso de "leer más", que me parece muy buen idea.
ResponderEliminarHola Explorador, esos personajes femeninos nacen de mi fascinación por lo femenino. Es el problema de haberse criado rodeado de féminas....
ResponderEliminarQué casualidad. Ayer cogí de la biblioteca mi primer libro de Mishima, es uno de cuentos. Ya te contaré....
"Nieve de primavera", absolutamente sugerente.
Un abrazo.
Hola Agustín,
ResponderEliminarPues sí, es un relato para dar profundidad a Antigua Vamurta. La novela, en papel, sale tras el verano. Pero quizás haya alguna sorpresa y salga antes. Lo estoy hablando con el editor. No digo nada para no lanzar falsas señales eléctricas, que confunden.
Un abrazo.
¿Wilde? ¿Óscar Wilde? ¿Teatro? Cuento algo, hombre.
Llego tarde, he estado ocupadillo. Vi este post que ya conocía de alguna otra vez y, como dijiste que habías introducido cambios, no podía dejar de leerlo. No recuerdo cómo estaba redactado la última vez, por eso no puedo comparar. Pero vuelve a gustarme. La sensación de mareo, de pérdida de autocontrol. Me ha gustado el temperamento claramente decidido de la muchacha. También me ha gustado un no sé qué, que creo es la atmósfera que matiza la narración: colorista y vital durante el día cuando van al encuentro de Jacobo, mientras que sofocante y mareante por la noche en la fiesta de máscaras.
ResponderEliminarLa enorme decepción de Ermessenda [¿o Ermesenda?] por la melopea del prometido en su noche de triunfo y su estado de anhelo insatisfecho.
No sé si puedo comentarte algo. Son detalles que quizá no vayan a ningún sitio, pero es lo que he visto que llamara mi atención:
"Su dama y dos guardias la acompañaron por la Avenida, en el que el latir de la ciudad era un leve susurro, con la luna encaramada por encima de los tejados". Es ese "en el que". Es que si tuviera otra redacción: En su leve susurro el latido de la ciudad palpitaba, en la que el latir de la ciudad era un leve susurro, no sé o algo así. Es una idea genial, pero no termina de quedar redondo tal como le has dado forma. Por supuesto, son cosas mías.
"Se recogió el pelo y se hizo una larga cola de caballo, se tapó [¿cubrió?] cuello y hombros con un pañuelo de colores, y se colocó [¿ajustó?] con cuidado su [¿el?] antifaz azul de trazos puntiagudos, a juego con su nuevo collar". Verás, aquí me parece que has puestos muchos "se" y dos "su" algo juntos.
No quiero darte el tostón más. Que espero vaya todo bien con Vamurta.
Hola dafd,
ResponderEliminarHe recogido tus correcciones para este relato de fantasía, mezclado con novela histórica. Ay, olvidé darte las gracias. Es impresionante lo bien que puntualizas y corriges. Increíble.
Un abrazo muy fuerte.
¿Qué sugerencias te di? Dios, no me acuerdo de nada :S. Sí que hace tiempo.
ResponderEliminarBueno, leído. Me gustó mucho. Ahonda algo en la juventud de Emersenda, un pasado idílico que se malforma al final y termina, supongo, definiéndola como la Condesa de Antigua Vamurta. Es un relato triste. Pero me da más pena su antiguo amor.
Creo que podría haberse desarrollado aún más esa relación, porque queda como muy escueto y eso hace que no llegue tanto al corazón del lector.
Un abrazo muy grande^^.
A continuación te pongo correcciones y sugerencias. La mayoría son de estas últimas, y a menudo consideraciones de estilo, repeticiones que en mi opinión afean la lectura. Es normal, a todos nos pasa (yo ni siquiera me fijaba en eso hasta hace relativamente poco y ahora soy un tocanarices XD). Esas repeticiones no son errores, pero con simples cambios mejoran el texto, creo yo.
Eliminar«—¿No pensáis aparecer esta noche? ¿Verdad, madre? —preguntó Ermesenda dando vueltas sobre la colcha—. ¿Me escucháis?»
La primera pregunta la pondría sin interrogantes. Así: "No pensáis aparecer esta noche, ¿verdad, madre?
«—Evidentemente, junto a tu padre. El Baile de Máscaras de Vamurta es la gran celebración del año, ¡la única vez que puedo pellizcar a tu padre sin que se enfade! –contestó, con un teatral gesto desafiante.»
Algo pasa con las rayas en los incisos, que se ven como guiones, o casi, ni tan cortos como los guiones ni tan largos como las rayas. Fíjate. Creo que es del Word, porque a mí a veces me lo hace.
«Cuando los pasos de su madre se perdían por el pasillo de la segunda planta de palacio, Ermesenda saltó de la cama dispuesta a comerse el mundo.»
¿Qué tal "perdieron"?
«Entonces, se adentraron en una de las calles laterales, los Hiladores, calle popular en la que los niños corrían bajo castillos de ropa tendida.»
"Calle" repetido, feo.
«Al llegar a la primera planta, oyó como su doncella salía a la calle.»
Tilde en "como".
«Ermesenda se sentía estremecida, agarrada a las espaldas de su amado, se sentía dichosa.»
"Se sentía" repe.
«Sus lenguas húmedas se encontraban, enroscándose en un trémulo placer. Cayeron sobre la cama, rodando entre las sábanas, felices de encontrarse.»
"Encontrar" repe.
«Sentía casi amor por las piedras, más que hacia aquellos dioses que jamás la habían beneficiado en nada.»
Eliminaría ese "casi", que queda feo al relacionarse con lo que sigue tras la coma.
«—Señora, —se acercó una vendedora pintarrajeada como un pavo—. Este collar fue fundido y trabajado en las Sierras de Dotrunas, hará más de doscientas primaveras. Es una pieza única, sin duda, hecha por…»
Esa coma tras "señora" va después del inciso, cambiando el punto por ella y el "Este" poniéndolo en minúscula.
«Jugaron a reconocer a aquél o aquél otro noble, a hallar sus preferidos tras esas complicadas caretas, algunas ganchudas, otras monstruosas, aunque de muy pocos estuvieron seguras.»
Esos "aquél" van sin tilde, pues van acompañados del sustantivo: aquel hombre o aquel otro noble.
«Quizás los dioses nos muestren una puerta al mañana —añadió Ermesenda, con sonrisa iluminada, al ver a su amante y prometido, Jacobo, llegar al baile.
Al encontrarse, notó que algo no iba bien. Tras su antifaz de pájaro, sus ojos parecían no concentrarse en nada. Miró a sus amigos, que reían mucho, que reían como necios.»
"Al" repetido acto seguido: llegar al baile. Al encontrarse. Feo.
Y "encontrarse" y "concentrarse" provocan una repetición fea: ntrarse.
«Aquellas palabras la sobresaltaron. Se había quedado embobada mirando al extraño, sin notar que un joven de espaldas anchas y manos fuertes, se había situado a su lado.»
Eliminaría la segunda coma, corta el ritmo de lectura, se nota.
«Dos enmascarados se acercaron a su pareja de baile, y con una señal, le avisaron de algo. Se disculpó ante ella, y con una profunda reverencia se despidió, diciendo:
Eliminar—Volveremos a vernos. De eso, podéis estar segura, y sin juegos.»
Eliminaría el "diciendo:". Es innecesario.
«—Volveremos a vernos. De eso, podéis estar segura, y sin juegos.
Volvía»
"Volver" repe.
«Creía que sus pies no tocaban el suelo al sentir como aquél le bajaba el vestido de un tirón.»
Tilde en "como".
«Llegó al comedor. Su padre, con expresión preocupada, aguardaba, inmóvil en el sillón de señor de la casa.
—Siéntate, siéntate –dijo con voz suave—. No sé qué pasó ayer y poco me preocupa desde que llegó esta carta.»
"Llegó" repe.
¡Un momento! ¡Voy a buscar la katana! En diez minutos vuelvo, pero solo en espíritu. Te debo un mail, y te lo cuento.... Y ya verás, serán unos buenos cuentos.
EliminarUn abrazo.