Los clanes de los hombres rojos entendieron que debían postrarse ante la naturaleza. Cuando la tierra no tenía horizontes, vagaron disgregados sobres sus distintos colores. El verde noche y el verde resplandeciente del norte. El ocre mediodía y la pausa del olivo en el sur. Fue durante estos largos días cuando hallaron a los distintos dioses que crearon y gobiernan el mundo.
Entre ellos es Zintala el más poderoso, pues emergió de entre las aguas del Alma Blanca y al hacerlo el lago se desbordó, transformando la piel del mundo, haciéndola fértil, ya que hasta aquel momento había sido roca y fuego. Las aguas corrieron por canales de lava que más tarde fueron grandes ríos, se estancaron en las planicies hasta evaporarse y formar nubes que tiznaron un cielo antes vacío, se deslizaron hasta alcanzar grandes depresiones que se hundían hasta tocar los principios, creando los primeros mares.
Pero no es Zintala el dios más querido, aunque se invoque a su poder en cada nuevo cambio de estación. Él requiere de sacrificios y su temperamento es cambiante como el brillo de un cristal. Ha espoleado a valientes guerreros para, luego, abandonarlos en el siguiente combate, destronándolos en su sitial de honor.
Osapa, la diosa de la fertilidad y las buenas cosechas, que muchas veces se muestra cerca de los manantiales, es más querida. Hija de Zintala, nació tras aparearse el dios con una cierva azul, la guardiana de los bosques, a los que prohibía el paso a cualquier ser vivo. Todas las mujeres rojas, antes de su noche nupcial, le ofrecen un pequeño cáliz con gotas de su propia sangre como ofrenda.
La mayoría de dioses rojos son pequeñas divinidades cuyo poder se limita a un único elemento: el viento, los metales, la lluvia, el relámpago, los pájaros, la caza... Y aunque frecuentemente los hombres de los clanes identifican un milano o un jabalí con las encarnaciones en la tierra de sus dioses, que viven bajo las cavernas del Alma Blanca, y lloran por sus favores, el ser superior más querido e invocado entre las tribus es Tamboras, el dios de la guerra, el fuego y también de la suerte y las palabras.
Tamboras, el único capaz de aparecer ante los hombres con la forma de otro hombre. Se dice de él que toma la apariencia de los ermitaños que han renunciado a su grupo y acuden a las profundidades de la fronda en busca de sosiego, señales, razones. Tamboras, el único capaz de mirar al temeroso y alzar su espada, encolerizando el hierro. Cuando un hombre o mujer roja se enfrentan, más tarde o temprano, a un abismo, su llamada se dirige a él. Las palabras más sentidas tienen eco en su receptáculo, el de la misericordia.
Tiene un aliento épico y primordial, está conseguido. También me gustan esas referencias a la naturaleza. Añoro esas épocas en que vivíamos en bosques :)
ResponderEliminarUn saludo.
Oh, sí, vivir en los bosques sin atadura alguna. Libres, alguna vez.
ResponderEliminarGracias por comentar, Explorador.
Saludos.
Hermoso texto, tan hermoso como la naturaleza que hoy nos olvidamos de respñetar para disfrutarla a pleno. Saludos cordiales.
ResponderEliminarrespetar, me corrijo
ResponderEliminarLos dioses, que dan forma a las supersticiones.
ResponderEliminarLos hombres, buscando amparo ante la congoja.
La naturaleza; ora como una gran diosa, ora como prolongación del hombre. Todo lo conjuga negando la dualidad que tantas religiones defienden.
Un discurrir cómodo y agradable tu relato, Igor.
Que los dioses te guarden.
DEMIAN
Me encanta regodearme con lo escribes y esa forma tan tuya de contar las cosas, no sé como decirte, pero es como un sutil y la vez profundo pinchazo... No veo la hora de tener MI Antigua Vamurta.
ResponderEliminarMe gusta la atmósfera que rodea a los escritos de fantasía épica, y la atmósfera que le das. Espero la siguiente parte. Saludos!
ResponderEliminarResonancias épicas. Qué bueno e imaginativo. Me gusta
ResponderEliminarMenudo génesis!! Ojalá alguien hubiese estado en el "granboom" para descibir lo que acontecía.
ResponderEliminarPues está muy bien contando, rapsoda.
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