Vuelvo a publicar el cuento de fantasía El Canto de Ulam, entero. Por dos razones: le di un nuevo repaso y, sobre todo, el artista mexicano Gin Hindew hizo esta magnífica ilustración que adjunto. ¡Oh el color! ¡Oh, el movimiento! Al final del cuento añado otras ilustraciones de cosecha propia para dicho cuento fantástico.
Ver que el mundo de Vamurta inspira a alguien tan lejano a levantar los lápices y las pinturas es toda una alegría, especialmente para los ojos. Y si alguien se anima a hacer ilustraciones, avisen, aunque parezca que esté durmiendo la siesta. Aquí os dejo este breve cuento de fantasía.
El canto de Ulam, by Gin |
El Canto de Ulam
—Ulam… Ulam, ¡despiértate! —dijo su padre.
Hasta por la mañana hacía calor ese verano. Oyó el revuelo de las
gallinas cuando el viejo cruzó el comedor, en el que también dormían. La luz
entraba limpia, muy clara, por la puerta que el hombre había dejado abierta al
salir. Ulam bostezó y saltó del camastro, dispuesta a devorar el pan con aceite
que le había dejado sobre la mesa. Dio un manotazo a una de esas gallinas
atrevidas que había osado acercarse a su desayuno y con la camisola se secó el
sudor de la noche. Cuando acabó la comida, salió al patio trasero para saber
qué podía esperar de aquel nuevo día. Allí estaba su padre, solo, sentado sobre
una gran raíz, arreglando uno de los lazos que de vez en cuando les
proporcionaban una sabrosa perdiz de bosque.
—Buenos días —saludó con voz soñolienta.
—Hija, hoy hay que ir al bosque. Casi no nos quedan hierbas.
Era verdad, en la despensa de la casa los ramos de plantas medicinales
habían ido desapareciendo, vendidos junto a los huevos y la caza en el mercado
de Verdela. Debía volver al bosque a por más. Ulam no se quejó. A sus ocho años
bien sabía que sin las monedas del mercado no había bocado en su casa. Y ella
era hija única, desde que un mal parto se había llevado junto al dios Onar a su
hermano y a su madre, a la que no conseguía recordar.
—¿Podré jugar?
—¿En el bosque? No. Ya sabes lo que se cuenta. —Su padre guardó
silencio, sus enormes manos intentaban cerrar un nudo de cuerdas delgadas—. Ya
jugarás cuando vuelvas. Y acuérdate de la comida.
Ulam volvió a la choza y se calzó sus duras alpargatas. Había que
partir pronto, pensó, pues el calor del mediodía no le gustaba. Cogió su
flautín y se despidió de su padre. Atrás quedaron las casas del pueblo, muchas
abiertas para dejar pasar el poco aire de aquel verano. Siguió el camino del
sur, estrecho y polvoriento. Dejaba la pequeña aldea de casitas de piedra y
cal, aplastadas las unas contra las otras como un rebaño de ovejas. Casas de
payeses y humildes artesanos del corcho y del vidrio organizados alrededor de
la plazoleta del pueblo, en la que sobre la arena se levantaba un sencillo altar
a Sira, quien velaba por la bondad de las cosechas.
A su izquierda veía los naranjos cargados de fruta y, a la derecha del
camino, los campos de trigo a punto para la siega. Ulam se sentía feliz aquella
mañana, para ella el bosque era un laberinto en el que a cada recodo podía
hallar un pequeño tesoro. Luego, cuando hubiera recogido suficiente artemisa,
hinojo, salvia y con suerte algunos tallos de lavanda, podría volver y preparar
la comida. Cuando llegara la tarde, por fin, saldría a buscar a sus amigos para
ir a la orilla del río, allí donde los baños alejaban por un tiempo el verano.
Ulam podía oler el bosque, que se extendía hasta donde no llegaba su
vista, hacia el sur y hacia el norte, en territorio murriano. Un enorme bosque
de pino y encinas, de matojos duros y suaves lomas de laderas gastadas que
hacían que la arboleda pareciese, vista desde lejos, un mar dormido.
Entró, empezando a recorrer sus cámaras invisibles a la búsqueda de
hinojo. Al abrigo de las encinas, el sol era clemente. Brisas surgidas de la
nada recorrían su húmeda piel gris, refrescándola. Anduvo de aquí a allí, dando
tumbos, pendiente de entrever las llamas lilas y amarillas de las flores sobre
el manto aguado de los matorrales. Cerca de un pino viejo consiguió un
ramillete de artemisia, pero aquel día la suerte le era esquiva. A media
mañana, con el sol alto filtrándose entre los ropajes de los árboles, apenas
había reunido unos pocos tallos. Se había aventurado lejos de los confines de
la fronda y no sabía exactamente dónde se hallaba, aunque resultaba claro cómo
volver a casa, siguiendo el camino opuesto al sol. Cansada de tanto andar, se
sentó sobre una roca que irrumpía desnuda desde el suelo. Miró a su alrededor,
dejando vagar su mirada entre ese ejército mudo de troncos rectos y brazos
abiertos de un verde oliváceo. Acercó el flautín a sus labios, mojando un poco
la madera seca. Las primeras notas se elevaron suaves entre las hojas,
perdiéndose en el corazón del bosque. Tocó, hizo que la caña de su flauta
vibrara con dulzura, tocó, enlazando las melodías que se sucedían unas tras otras
hasta que el tiempo desapareció a su alrededor.
El sol del mediodía alcanzó su cenit. Se dio cuenta al abrir los ojos que
volvía a sudar. Dejó su pequeño instrumento apoyado en la roca y levantó la
cabeza. La miraban entre las encinas que tenía enfrente. Ulam se incorporó de
golpe y agarró su flautín como si de una daga se tratara. ¿Qué eran? Antes de
que sus piernas empezaran a alejarla de allí sonaron, alegres, las notas de
otra flauta. No sabía qué hacer. Se disolvió aquella melodía y de entre aquel
grupo brotó un nuevo cántico y otro lo siguió a continuación. Veía ante ella
una hilera de seres, de animales cubiertos con túnicas de color tierra y
collares de cuero de diferentes gruesos como único atavío. Animales de piernas
parecidas a las de los hombres, erguidas. Debía salir corriendo pero la
curiosidad la retenía. Las cabezas eran en algo similares a los cráneos de las
gacelas meridionales, pero prácticamente carecían de pelo y sus labios eran
finos y sonrosados. Se apagaron las flautas y, aún de pie, sin entender muy
bien el motivo, Ulam respondió con su flautín. Mientras su música discurría
suave como un riachuelo aquellos parecían escucharla, fascinados. ¿O se lo
imaginaba así?
Cuando calló, los otros guardaron silencio hasta que uno de ellos la
replicó, rompiendo la tensión repentina que sintió Ulam. Los observó un poco
más, dándose cuenta de que en algo recordaban a los murrianos que alguna vez
había visto pasar cerca de su pueblo, en la frontera. Manos de tres dedos muy
anchos, duros, cuerpos alargados y estrechos, unos pocos mechones de cabello
negro cayendo hacia atrás, la frente alta. No parecían agresivos ni Ulam vio
arma alguna, quizás fueran aquellos de los que se hablaba en la plaza del
pueblo, en las noches de verano, cuando los vecinos se reúnen y beben naranjadas
para ahuyentar el bochorno. Tras unas breves réplicas, Ulam recordó a su padre
y todas las plantas que no había recogido. Hizo un gesto rápido con la mano a
modo de despedida y volvió sobre sus pasos, casi corriendo. ¿Los volvería a
ver? Nadie parecía seguirla, a sus espaldas le llegaba el tenue murmullo del
calor en el follaje. Su cabeza hervía con tantas preguntas, estaba tan excitada
que casi no se dio cuenta de que ya había salido del cobijo de la arboleda.
Al llegar a casa juró no decir palabra a nadie, ¿quién la creería?, y
menos a su padre, que no la entendería y del susto no la dejaría volver a
aquella floresta nunca más. Quizás ahora hubiera encontrado unos que amaban la
música como ella, y con quienes no necesitaba hablar. Antes de cruzar la puerta
de su casa se preguntó si los seres del bosque sabrían utilizar las palabras.
Incluso se preguntó si lo que acababa de vivir no lo habría imaginado. Bebió agua
fresca del cántaro y puso patatas y calabacines a hervir. Pronto llegaría su
padre del huerto, y llegaría hambriento.
Días después se aventuró de nuevo entre los árboles. Tras recoger un
buen puñado de tomillo, se adentró. ¿Cómo volvería a encontrarlos? Tuvo una
ocurrencia, era la única forma. Hizo sonar su flautín mientras iba avanzando,
sorteando zarzas y matorrales. Pronto oyó a lo lejos unas notas que respondían
a sus señales. Había una alegría, un latir, en esa música. Ulam tocó y tocó
hasta que las melodías se fueron enlazando entre los árboles y el cielo. De
pronto los vio. Se volvió a asustar al ver aquellas cabezas de gacela tan
cerca, pero la música hizo que su miedo se fuera disipando.
A ese hallarse siguieron otros, en los que Ulam aprendió a confiar en
ellos. A veces eran tres o cuatro, a veces más, hasta diez contó un día. Ya no
tocaban separados, se sentaban en círculos, aceptando a la niña. En ocasiones
hacían resonar flautines y flautas junto a pequeños tambores, quebrando el
silencio agostado del bosque. Cuando Ulam tocaba, los hombres gacela parecían
atender, mirándola con sus ojos de agua negra y sus hocicos derechos, hasta que
uno repetía las notas y el siguiente las volvía a repetir introduciendo
variaciones, marcando un timbre o alargando un pasaje, hasta que el canto de
Ulam se transformaba en la voz de muchos, que era la voz de los montes y
claros, de los campos al amanecer, del río que murmura en las noches junto al
soplo de la brisa que discurre sobre las llanuras.
Su vida continuó con el secreto, aunque a muchos en el pueblo les
extrañó que aquella chiquilla de trenzas apelmazadas hubiera aprendido tanto en
el intrincado arte de la música.
Ulam jamás olvidaría el último encuentro. Aunque a medida que pasaron
otros inviernos más le parecía todo aquello que vivió algo al filo de la
irrealidad, donde los recuerdos se funden con los sueños y con un tiempo
desaparecido. Fue a principios de aquel otoño, cuando los campos de trigo
habían sido segados y faltaban pocos días para las fiestas que despiden los
vientos cálidos del sureste y abren la ventana a los del norte. Ulam, como
otras veces, había encontrado a sus extraños amigos haciendo sonar el flautín,
pero aquella vez le había costado mucho tiempo obtener una respuesta, así que
tuvo que adentrarse en la espesura, hasta lugares que pocas veces frecuentaba.
Al encontrarlos, Ulam se sorprendió que aquella vez fueran tantos.
Doce contó, sentados en la huella de lo que había sido una antigua laguna,
escondidos de una mirada fortuita. Dejaron sitio a la niña gris, quien no había
dejado de emitir breves juegos de notas. Cuando se sentó entre ellos, las
respuestas se aceleraron y Ulam tuvo que hacer un gran esfuerzo para seguirlas,
cada vez más rápidas, hasta que los trece instrumentos sonaron al unísono, como
si iniciaran un rito ancestral y las melodías fueran invocaciones a lo que
existe más allá del mundo visible, en algún lugar y en todos, sobre la piel en
la que palpita una música inaudible. Ulam se estremecía, sin poder dejar que
sus dedos saltarines bajaran y subieran sobre el suave tacto de la madera,
sintiéndose ida, tocada por algo que no entendía, una circunferencia que giraba
a su alrededor, que la separaba del mundo hasta hacerla comprender cosas que
jamás hubiera pensado, viendo brillar en su ceguera rutas, luces, conexiones
sin equivalentes, sintiendo que se alejaba de su propio cuerpo y empezaba a
flotar en ese espacio de frontera en que las copas de los árboles se enroscan
con el azul del cielo, y más allá…
Cuando despertó, era casi de noche. Al principio ni se dio cuenta de
dónde estaba, ni tan siquiera se acordaba de sí misma. Había dormido sobre el
suelo protegida por un manto de flores que al incorporarse se marchitaron,
desvaneciéndose. ¡Ahora recordaba! Su padre la estaría buscando, acompañado de
todos sus vecinos y los ruidosos perros de caza. Su corazón se asustó. ¿Qué les
podría decir? Se levantó y empezó a andar deprisa. Por un momento sintió ira
hacia sus amigos del bosque que la habían entretenido el tiempo que tarda el sol
en cruzar el cielo. Si caía la noche se extraviaría y no sabría volver. Corrió
entre las penumbras sin pensar en nada más que no fuera llegar lo más pronto
posible a su pequeño hogar. La impaciencia la impulsaba, la hacía ser veloz,
sorteando la masa de árboles que a momentos parecía cerrarse sobre ella como si
quisieran absorberla.
Ulam |
Ulam, presa de una infinita desorientación, volvió cerca de su choza.
Allí se sentó sobre los hierbajos y empezó a tocar, sin importarle el tiempo,
sin importarle lo que hacía. Lo que siguió, apenas lo recordaría. El tintineo
de múltiples aceros en la noche, las voces graves de los hombres atraídos por
la música de los ángeles. El destello de las llamas sobre las corazas de
aquellos hombres grises que la contemplaban como a un milagro.
—¿Por qué la habrán perdonado? –preguntó una de las sombras.
Un hombre muy joven, derecho frente a ella, con furia y asombro en su
mirada, marcaría su destino.
—Llevadla a Palacio, a Vamurta. Alguien así debe estar protegida, a
salvo. Llevadla junto a Ermesenda, mi madre.
Cuento Fantasía Ulam |
Un relato bellísimo, desde luego. Merece la ilustración que monsieur Hindew le dedica, enhorabuena.
ResponderEliminarFeliz lunes
Bisous
Buenas,
ResponderEliminarCelebro que le guste la historia y el dibujo, ¡parece que Ulam flote!
Y esos rojos intensos...
Saludos.
No lo había leído, pero es genial y la ilustración también. Un besazo, yo no te haré una porque no es lo mío la pintura.
ResponderEliminarHola cariño mio, que gustazo leerte, me encanta este cuento sobre mujeres adormecidas y paisajes recurrentes, además ya sabes que tengo una extraña predilección por Emersenda, así que todo en uno jejeje. La ilustración en general me encanta y esta me parece muy viva, hipnotizante, como bien dices ¡que colores! ¡que rojos! genial.
ResponderEliminarUn beso enorme mi Igor y feliz inicio de semana MUAKA
Es normal sentir predilección por Ermesenda, ¡yo lo siento! El cuento de Ulam, entre la fantasía y los cuentos de niños, es de los más redondos de los cuentos de Vamurta.
EliminarSaludos.
Me encantó la ilustración. Buenísimo, Igor. Tu pluma se merece este tipo de regalos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me encanta el relato y la ilustración. Menudo par de artistas.
ResponderEliminarUna magia que apenas puede ser expresada con palabras...pero se vislumbra. Y la ilustración auda. Enhorabuena a los dos :)
ResponderEliminarRealmente fantástico, Lluís, y la ilustración muy bella.
ResponderEliminarSaludos.
Una suerte. Una auténtica suerte que alguien te haga este regalo en forma de dibujo. Y a veces, un dibujo deja una estela difícil de borrar.
ResponderEliminarSaludos.
Me sonó tu cuento a un suave golpeteo de sensaciones. Sensibilidad en la forma de tranmitir y acierto en la forma de rematar. Sutileza sin barroquismos, perfección en las descripciones que dejan discurrir al lector por la historia sin esfuerzo, plástica pura en negro sobre blanco. Muy bello.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola Demián,
ResponderEliminarMuchas gracias por hacer patente tu sensibiliad. EL Canto de Ulam es, creo, uno de los mejores de los cuentos de Vamurta.
No sé aún cómo se me ocurrió. Ni idea, y eso me asusta un pelín.
Saludos.
Igor, no había tenido la oportunidad de leer el cuento. Fascinante!
ResponderEliminarTiene una narrativa muy limpia, certera. Y la imagen, refleja ese mundo de medio día interior. Rojos vibrantes!
Saludos grandes.
Desde,
el sol de los ciegos.
Me quito el sombrero y te doy un abrazo.
ResponderEliminarEl canto de Ulam. Quizá mi mejor cuento de fantasía. ¡De momento! Celebro que os haya gustado.
ResponderEliminarSaludos.