La música dice que
la libertad existe
y que alguien no
paga el impuesto al césar.
Le dieron el Nobel en
2011 a Tomas Tranströmer. Un viejo ausente, perdido en alguna remota aldea de la fría
Suecia. Me activé. Enfundado en un abrigo de puercoespín —¡qué calor, qué
calor!— asomé mi nariz torcida en librerías desiertas y concurridas bibliotecas
públicas donde la gente se pelea por obtener acceso a Facebook. Olisqué las
hojas nuevas pues el Nobel activó al empresario de papel. Una chica atrevida,
Carolina Moreno, lo tradujo al lapao para Perifèric Edicions (La Plaça Salvatge, ojo al poema de la
catedral, dios), algunos hombres valientes lo descifraron en español, entre ellos los de Nórdica Ediciones. ¡Banzai!
La transmutación del poeta transformador dejó la ribera adornada con magníficas poesías. Bien por la
Academia de los explosivos. Por estos ciberbarrios doy testimonio de algunos
poemas que me parecieron más cercanos que otros del universo de Tomas Tranströmer,
a veces denso como el ámbar, siempre en síntesis, tránsito hacia el cemento del
cosmos que nos rodea y nos empeñamos en no ver.