Que mejor manera que el prólogo de un libro sea un cuento y no una tediosa lista de atributos, como si del prospecto de una aspiradora se tratara. Pues esto he hecho en el prólogo de 21 Cabezas y Relatos (2017), que a falta de amigos y por pereza de pedir favores he escrito yo. En realidad el prólogo ni tan siquiera es un cuento, funciona como breve cachondeo bajo la apariencia de ensayo sobre Dios.
El riesgo es que algún creyente pueda sentirse ofendido. Espero que no. La intención no es provocar sino pensar pasando un buen rato. Poner en cuestión al Dios cristiano o al Dios musulmán o a los múltiples y multiformes dioses asiáticos.
Porque, al fin y al cabo, nadie se cuestiona si los coloristas y arrebatados dioses griegos existen o no. O si los mágicos dioses vikingos realmente alguna vez caminaron sobre las heladas tierras escandinavas. Me veo preguntándole por ejemplo, a finales del siglo VII, a un vikingo barbudo si Thor es real o si solo existe en su cabeza. Menudo hachazo me llevaría. Y en cambio hoy ni tan siquiera nos lo planteamos y damos por hecho que todo eso fue un agradable error enrollado con los tejidos de una fábula.
Prólogo.
Las voces de Dios.
Las
razones que llevan a un tipo como yo a volcar ciertas ideas, impresiones y
hasta visiones sobre una hoja de papel usando un lápiz para garabatear una
serie de combinaciones de signos acordados por la comunidad, que otros pueden
interpretar a su manera, son diversas pero hay una fundamental: ¡sacar esas
voces de mi cabeza!
No me
culpes de nada. Dime cómo interpretas y te diré quién eres. Ya me lo dice mi
mujer, Lluís, Lluís, oye, deja de mover
los labios. Se refiere a que cuando salgo a fumar al patio, ella que me
observa a través del cristal, me ve hablando conmigo mismo. Malo, malo. Todavía
no le he confesado que hasta me respondo. Eso te lo explico a ti, que no te
conozco de nada, porque así resulta más higiénico. Las voces de la cabeza. No
es culpa mía,