Empezaban los años ochenta, cientos de lanzaderas
de misiles nucleares estaban listas para entrar en acción, Ronald Reagan lanzó
la cruzada neoliberal que, más de tres décadas después nos ha arruinado a casi
todos y ha dejado un mundo peor, los A-ha
cantaban el Take on me y las hombreras,
los fucsia y calentadores se multiplicaban como setas en otoño lluvioso. En el panorama
literario de los Estados Unidos aparece un nuevo autor, Raymond Carver, con Principiantes o De qué hablamos cuando hablamos de amor, una colección de relatos cortos que hoy
podemos disfrutar en papel o descargar en epub o pdf en cualquier portal de
ebooks. Relatos de Carver que, pese a retratar el lado oscuro de lo humano,
están enmarcados en historias entretenidas, que se siguen con extraño placer,
algo que pocas veces se remarca para explicar el éxito de este autor
norteamericano.
Primero de todo, quisiera hacer una recomendación acerca de los relatos de Carver...
Aparte de pedir que sean obligatorios en las escuelas, bares de fumetas, campos de balompié (por si el partido languidece en catenaccio), etc.: es mejor sorberlos, dar pequeños tragos de Carver. Leer un relato y respirar antes de continuar. Qué sé yo, leer un cuento de Raymond Carver y luego bajar a la calle e ir al súper, hablar con el del colmado, darse una vuelta por el barrio. Porque si uno lee de un tirón los relatos contenidos en libros magistrales como Principiantes, Vidas Cruzadas o Catedral se sufre el riesgo de acabar como uno de los personajes de Carver: alucinado, completamente colapsado, con un estado de ánimo parecido al de un ferroviario en una estación fantasma en la que ningún tren para. Algo de la literatura descarnada de Ferdinand Céline y de Charles Bukowski tiene los cuentos de Carver.
Aparte de pedir que sean obligatorios en las escuelas, bares de fumetas, campos de balompié (por si el partido languidece en catenaccio), etc.: es mejor sorberlos, dar pequeños tragos de Carver. Leer un relato y respirar antes de continuar. Qué sé yo, leer un cuento de Raymond Carver y luego bajar a la calle e ir al súper, hablar con el del colmado, darse una vuelta por el barrio. Porque si uno lee de un tirón los relatos contenidos en libros magistrales como Principiantes, Vidas Cruzadas o Catedral se sufre el riesgo de acabar como uno de los personajes de Carver: alucinado, completamente colapsado, con un estado de ánimo parecido al de un ferroviario en una estación fantasma en la que ningún tren para. Algo de la literatura descarnada de Ferdinand Céline y de Charles Bukowski tiene los cuentos de Carver.
Tal sería la impresión. Carver no es un autor para
pasar el rato. Carver levanta la tapa de la caja y muestra, sin anestesia, los
subterráneos que hacemos ver que no existen. El lado feo, alucinado, sobre todo
extraño, bañado muchas veces en alcohol, violento y depredador. Nosotros
mismos, vaya, sin renunciar a las esquinas de esperanza y comprensión que
logran que el mundo, a pesar de todo, siga rodando.
Raymond Carver posee una rara virtud. Es cierto que
sus relatos tienden a presentar el peor día en el peor mes de la vida de
alguien y son, en general, relatos un tanto oscuros, extremos y hasta
siniestros. Pero Carver rara vez se mueve de un escenario cotidiano. Cualquier
situación que presente a uno le resulta familiar y te dices, “ah, ya sé de qué
habla” o “yo esto lo he vivido”. Raymond Carver tiene el don de, a través de
personajes grises en escenario normalísimos retratar el lado invisible de la
condición humana. La escritora Ana María
Moix, en un artículo del país, lo explicaba de este modo, haciendo referencia a
los personajes carvianos: “Tienen algo en común: parece que hablen de
sí mismos, de lo que han vivido, de lo que les rodea, de las cosas más simples
del cotidiano vivir; pero, en realidad, nunca hablan de ellos, sino de
nosotros.”
Fue Principiantes (What do we talk about when we talk about love?) el
libro con el que Carver se dio a conocer. Fueron diecisiete relatos que Carver envió, como es relativamente
conocido, al que sería su editor, Gordon
Lish, al arrancar la década de los ochenta. Cuentos que el editor troceó,
despedazó y acortó con las tijeras en la boca. Algunos críticos afirman que
Lish dejó el libro aligerado a la mitad y que rescribió la mayoría de los
finales. No hace mucho fue reeditado en la versión original, aunque desconozco
cuál de las dos es mejor. Lo que sí sé es que la versión recortada de Principiantes es sencillamente
magistral. Quizá Carver aceptó tantos recortes y tantas modificaciones porque
estaba desesperado por publicar, tras veinte años siendo un escritor “oculto”
o, como afirmó su primera esposa, porque Raymond Carver era un alcohólico
inseguro y “no era un luchador”.
Aquí os dejo algunos fragmentos de mis relatos
favoritos de Carver. Están incompletos expresamente para que os compréis los
libros de Raymond Carver. He dicho comprar, nada de descargar gratis por ahí,
que luego os quejáis de que no salen novedades. El estilo de Carver es frío, dominado por la frase corta y concisa,
tajante incluso, aparentemente desprovisto de pasión, de florituras, de giros,
aunque, como en la decoración de mínimos, se refuerza la belleza de la arquitectura, la potencia
del mensaje, del cuento, del relato.
Catedral
Un ciego, antiguo
amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había
muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut.
Llamó a mi mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en
tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no
le había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él
en Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas
magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no le
conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de
la ceguera me venía de las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio
y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una
cosa que yo esperase con ilusión.
Aquel verano en Seattle ella necesitaba trabajo. No tenía dinero. El hombre con
quien iba a casarse al final del verano estaba en una escuela de formación de
oficiales. Y tampoco tenía dinero. Pero ella estaba enamorada del tipo, y él
estaba enamorado de ella, etc. Vio un anuncio en el periódico: Se necesita
lectora para ciego, y un número de teléfono. Telefoneó, se presentó y la
contrataron en seguida. Trabajó todo el verano para el ciego. Le leía a
organizar un pequeño despacho en el departamento del servicio social del
condado. Mi mujer y el ciego se hicieron buenos amigos. ¿Que cómo lo sé? Ella
me lo ha contado. Y también otra cosa. En su último día de trabajo, el ciego le
preguntó si podía tocarle la cara. Ella accedió. Me dijo que le pasó los dedos
por toda la cara, la nariz, incluso el cuello. Ella nunca lo olvidó. Incluso
intentó escribir un poema. Siempre estaba intentando escribir poesía. Escribía
un poema o dos al año, sobre todo después de que le ocurriera algo importante.
Parece una tontería
- El lunes por la mañana.
Ella le dio las gracias y volvió a su casa.
El lunes por la mañana, el niño del cumpleaños se
dirigía andando a la escuela con un compañero.
Se iban pasando una bolsa de patatas fritas, y el
niño intentaba adivinar lo que su amigo le regalaría por la tarde. El niño bajó
de la acera en un cruce, sin mirar, y fue inmediatamente atropellado por un
coche. Cayó de lado, con la cabeza junto al bordillo y las piernas sobre la
calzada. Tenía los ojos cerrados, pero movía las piernas como si tratara de
subir por algún sitio. Su amigo soltó las patatas fritas y se puso a llorar. El
coche recorrió unos treinta metros y se detuvo en medio de la calle. El
conductor miró por encima del hombro. Esperó
hasta que el muchacho se levantó tambaleante.
Oscilaba un poco. Parecía atontado, pero ileso. El conductor puso el coche en
marcha y se alejó.
El niño del cumpleaños no lloró, pero tampoco tenía
nada que decir. No contestó cuando su amigo le preguntó qué pasaba cuando a uno
le atropellaba un coche. Se fue andando a casa y su amigo continuó hacia el
colegio. Pero, después de entrar y contárselo a su madre –que estaba sentada a
su lado en el sofá diciendo: “Scotty, cariño, ¿estás seguro de que te
encuentras bien?”, y pensando en llamar al médico de todos modos-, se tumbó de
pronto en el sofá,
cerró los ojos y se quedó inmóvil. Ella, al ver que
no podía despertarle, corrió al teléfono y llamó a su marido al trabajo. Howard
le dijo que conservara la calma, que se mantuviera tranquila, y después pidió
una ambulancia para su hijo y él, por su parte, se dirigió al hospital.
¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?
Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de
vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido
pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus
obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria.
Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus
vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una
vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o
dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo
relacionado con el trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los
Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y
frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de
placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero
en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su
ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a
Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche.
Harriet y Arlene se agarraron por los
codos y se besaron ligeramente en los labios.
—¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet.
—Desde luego — respondió Harriet — Divertíos
también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
—Así lo haré — respondió Arlene.
—¡Divertíos! dijo Bill.
—Por supuesto — dijo Jim.
Frases cortas y cortantes, sí. Me gusta, pero para un tiempo también corto, pues llega a cansarme ese estilo, y además se contagia a la hora de escribir, es como una epidemia jajaja.
ResponderEliminarRecuerdo el cénit de esta prosa recortada; una buena novela, "El lector" de Bernhard Schlink, una buena historia y una buena peli, también. Y sí, se llega a un exceso, y se contagia, ja, ja.
ResponderEliminarEn fin. En Carver sienta bien, y no sé la razón. Misterios de la literatura.
Saludos.